miércoles, 31 de marzo de 2021

Obras de Edgar Allan Poe (parte 2).

 

                                            Edgar Allan Poe


                          La Máscara de la Muerte Roja, año 1842

                                  Traducción por Daniel Delgado


La Muerte Roja había devastado la comarca por mucho tiempo. Jamás una pestilencia había sido tan terrible, u horrorosa. La sangre era su Avatar y su sello -lo rojo y horrible de la sangre. Eran dolores agudos; mareos repentinos y luego un abundante sangramiento a través de los poros, por licuefacción interna. Las manchas escarlata sobre el cuerpo y especialmente en el rostro de la víctima, eran los anuncios de la peste, que le apartaban de la ayuda y de la solidaridad de sus semejantes. Y entre el ataque, el progreso y el fatal desenlace, no pasaba más de media hora.


El Triunfo de la Muerte. Por Pieter Brueghel el viejo, ca. 1562.
Museo del Prado, Madrid, España.
 

Pero el príncipe Próspero era feliz, e intrépido y sagaz. Cuando sus dominios se habían despoblado hasta casi la mitad, convocó ante su presencia a un millar de saludables y alegres amigos, de entre los caballeros y damas de su corte, y con ellos se retiró a la profunda soledad de uno de sus almenadas abadías.


Castillo de Turégano, Segovia, España. Foto: Rafael Ibáñez Fernández, 2005 (detalle).
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Era esta una grandiosa y magnífica estructura, creación del excéntrico aunque egregio gusto del propio príncipe. Una fuerte y elevada muralla lo circundaba. Este muro tenía puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, trajeron fraguas y pesados martillos y así soldaron los cerrojos. Habían decidido no dejar medio alguno de entrada o salida, ante los repentinos impulsos de la desesperación o el frenesí, desde quienes se hallasen dentro. Las provisiones en el castillo eran más que abundantes. Con tales precauciones, los cortesanos podrían desafiar a a la posibilidad del contagio. El mundo del exterior, que cuidara de sí mismo... Mientras, era una tontería el lamentarse o ponerse a pensar. El príncipe había provisto todo lo necesario para el placer. Había bufones, había trovadores, había bailarines, había músicos, había belleza, había vino. Todo esto y la seguridad, estaban adentro. Afuera, la Muerte Roja.

Fue hacia el final del quinto o sexto mes de reclusión, y mientras la peste se ensañaba con mayor furia en el exterior, que el príncipe Próspero entretuvo a sus mil amigos con un baile de máscaras de la más inusitada magnificencia.


La Máscara de la Muerte Roja, por Aubrey Beardsley, ca 1895
De: Illustrations of Short Stories by Edgar Allan Poe.

Era una escena voluptuosa, aquella mascarada. Pero primero déjenme hablar acerca de las habitaciones en donde transcurría. Eran siete; una suite imperial. En muchos palacios, sin embargo, las recámaras ofrecen una visión recta y larga, ya que las puertas de cada lado, abren completamente, hasta llegar cerca de las paredes, impidiendo poco la visión a través de todo el conjunto. Aquí, el caso era muy distinto, como podría haberse esperado del amor del duque por lo extraño. Las estancias estaban tan irregularmente dispuestas, que la vista solo podía abarcar poco más de una a la vez. Había un agudo giro, cada veinte o treinta yardas, y en cada giro, un nuevo decorado. A la derecha y a la izquierda, en el medio de cada pared, una alta y angosta ventana gótica, miraba hacia un corredor cerrado, que permitía la ventilación de la recámara. Estas ventanas, eran de vidrios coloreados, que armonizaban con el color dominante del decorado de cada una de las estancias. La del extremo este, estaba adornada en azul, por ejemplo, -y azul intenso eran sus ventanas. La segunda suite, poseía adornos y tapicería púrpura, y aquí los cristales eran púrpura. La tercera era toda verde y también los ventanales. La cuarta estaba amoblada e iluminada con naranja -la quinta con blanco -la sexta con violeta. La séptima recámara, estaba por completo tapizada en terciopelo negro, que colgaba por todo el techo, cayendo por las paredes, para formar gruesos pliegues sobre una alfombra del mismo material y color. Pero, solo en esta estancia, el color de las ventanas no coincidía con el de los decorados. Los vidrios eran escarlata -de un profundo rojo sangre. Ahora, en ninguna de esas habitaciones existía alguna lampara o candelabro, entre la profusión de ornamentos dorados, dispersos de un lado a otro o pendiendo del techo. No había luz de ninguna clase, que viniera de lámpara o velas, dentro del conjunto de cámaras. Pero en los corredores, había, junto a cada ventana, un pesado trípode, que sostenía un brasero encendido, que proyectaba sus rayos a través del cristal coloreado, iluminando de manera deslumbrante el espacio interno. Y así, producían una llamativa y fantástica variedad de efectos. Pero en la habitación del oeste, la habitación negra, el efecto de luz de fuego, que bañaba la oscura tapicería, a través de los cristales rojo sangre, era pavoroso en extremo, y producía un aspecto tan desquiciado, en el rostro de quienes entraban allí, que muy pocos de los invitados tenían el valor suficiente, para poner el pie en ese recinto, en modo alguno. 

En ese mismo cuarto, también, contra el muro oeste, había un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo oscilaba de un lado a otro con un sordo, pesado, monótono ruido metálico; y cuando el minutero completaba una vuelta a la esfera, de los pulmones de bronce del reloj, venía un sonido, alto y claro, y profundo, y musical en extremo, pero con una nota y énfasis tan peculiar, que cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a hacer una pausa momentánea en su ejecución, atentos al sonido; y así los danzarines detenían sus movimientos; y ocurría un breve desconcierto en la alegre muchedumbre; y mientras los repiques del reloj continuaban sonando, se observaba como los más alegres se ponían pálidos, y los más viejos y sosegados pasaban sus manos por su frente como sumidos en algún confuso ensueño o meditación. Pero cuando los ecos habían cesado por completo, una risa ligera enseguida se extendía entre los invitados; los músicos se miraban unos a otros, riendo de su propio nerviosismo y tontería, susurrando promesas, entre ellos, de que el próximo tañido del reloj no habría de producir en ellos la misma reacción; y luego, después del lapso de sesenta minutos (que contiene tres mil seiscientos segundos del Tiempo que vuela), de nuevo venía otro repique, y entonces producía el mismo desconcierto y estremecimiento y cavilación de la vez anterior.

Pero, a pesar de estas cosas, aquella era una alegre y magnífica fiesta. Los gustos del duque eran peculiares. El tenía un magnífico sentido para el color y los efectos. En decoración, él era indiferente a los dictados de la moda. Sus proyectos eran atrevidos y apasionados, y sus conceptos poseían un brillo descabellado. Hay quienes podrían haber pensado que él estaba loco. Sus seguidores no creerían tal cosa. Era necesario escucharle y verlo, y tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.


Baile de máscaras, por Arthur Rackham, 1935.
Fuente: Poe´s Tales of Mistery and Imagination {{PD-US}}

Él había dirigido, en gran parte, la colocación de los decorados de las siete cámaras, con la ocasión de esta gran fiesta; y fue su propio gusto el que había ideado los personajes para los enmascarados. Pueden estar seguros de que eran grotescos. Había mucho de deslumbramiento y brillo, y de atrevido y fantasmal - mucho de lo cual ha sido visto después en "Ernani". Había figuras arabescas con partes y accesorios discordantes. Había delirantes fantasías propias de un loco. Mucho de belleza, mucho de licencioso, mucho de lo extravagante, algo de terrible y no poco de aquello que podía haber producido repulsión. De un lado a otro, en las siete habitaciones acechaba, en realidad, un sinfín de sueños. Y estos -los sueños- se retorcían dentro y alrededor, tomando color de las habitaciones, haciendo que la música desenfrenada de la orquesta pareciera como el eco de sus pasos. Y, entonces, suena el reloj de ébano del salón de terciopelo. Y después, por un momento, todo se detiene, y queda en silencio, a excepción de la voz del reloj. Los sueños se congelan rígidos, mientras esperan. Pero los ecos de su repique se apagan -no han durado sino un instante- y una ligera, medio contenida risa flota al finalizar. Entonces de nuevo, la música crece y los sueños reviven y se contorsionan de un lado a otro, más felices que nunca, tiñéndose con la luz del fuego en los trípodes, cuyos rayos atravesaban los coloreados vidrios de las muchas ventanas. Pero a la cámara situada más al oeste de las siete, ahora nadie osa aventurarse, porque la noche se está disipando; y una luz aun más rojiza fluye a través de los cristales rojo sangre; la negrura del tapizado espanta; y aquel cuyo pie descanse sobre la negra alfombra, desde el cercano reloj de ébano escuchará un sordo repique, más solemnemente enfático que cualquiera de los que llega a oídos de quien disfruta en el lejano alborozo de las otras estancias. 

Pero esas otras habitaciones estaban repletas de gente, y en ellas latía febrilmente el corazón de la vida. Y la celebración continuaba girando sin parar, hasta el momento en el que el reloj comenzó a marcar la medianoche. Entonces la música cesó, como ya he dicho; y las evoluciones de quienes bailaban, se detuvieron; de nuevo ocurrió aquella inquietante interrupción de todas las cosas. Pero esta vez, eran doce toques que la campana del reloj habría de sonar; y así ocurrió que al tener más tiempo, más ideas extrañas invadieron el pensamiento de los más reflexivos, entre el festivo grupo. Y así también sucedió, tal vez antes de que los últimos ecos de la última campanada, se hubiesen hundido en el silencio, que muchas personas entre la divertida multitud, habían notado la presencia de una figura enmascarada, la cual no había atraído la atención de nadie hasta ese momento. Y habiéndose propagado el rumor de esa nueva presencia, entre susurros, se alzó de entre la multitud un murmullo, un vocerío, que expresaba desaprobación o sorpresa -luego, por fin, era de terror, de horror, y de repugnancia.  

En una reunión fantasmal como la que he descrito, bien puede suponerse que ninguna aparición ordinaria podía haber despertado tal impresión. En realidad, esa noche casi todo era permitido en el baile de disfraces; pero la figura en cuestión era el colmo de los colmos, traspasando los límites casi indefinidos del decoro del príncipe. Hay acordes en el corazón de los más atrevidos, que no pueden ser tocados sin agitación. Hasta en aquellos casos perdidos, para quienes la vida y la muerte no son más que la misma charada, hay asuntos en los que no se puede bromear. Todos allí, de hecho, parecían ahora sentir en lo más profundo, que en el atuendo y el porte del intruso no existía ni ingenio ni propiedad. La figura era alta y enjuta, y envuelta de la cabeza a los pies con el ropaje de los muertos. La máscara que ocultaba su rostro, era una representación tan fiel del semblante de un rígido cadáver, que aun con el más minucioso escrutinio, hubiese sido difícil detectar el engaño. Y todavía todo esto podría haber sido tolerado, si no aprobado, por la enojada concurrencia. Pero el enmascarado había llegado todavía más lejos, al asumir las características de la Muerte Roja. Su vestimenta estaba salpicada de sangre -y su amplia frente, con todos los rasgos de su cara, estaban impregnados con el horror escarlata.

Cuando la mirada del príncipe Próspero se posó en la espectral imagen (la cual con un lento y solemne movimiento, como para cumplir fielmente su papel, acechaba de un lado a otro, entre la gente que bailaba) se le vio convulso, en el primer momento con un fuerte temblor, mezcla de terror y disgusto; pero luego su frente enrojeció por la ira. 

¿Quién se atreve? Demandó con voz ronca, a los cortesanos que junto a él estaban - "¿quién osa insultarnos con esta blasfema burla? Agárrenlo y desenmascárenlo- ¡para que podamos saber a quién vamos a colgar en las almenas, al amanecer. 

Fue en la cámara del este, o azul, donde el príncipe Próspero profirió estas palabras. Ellas sonaron claro y fuerte a través de las siete habitaciones - porque el príncipe era un hombre enérgico y robusto y la música había sido silenciada, a una señal de su mano.

En esa cámara azul, permanecía el príncipe, con un grupo de empalidecidos cortesanos a su lado. Al comienzo, cuando él habló, hubo un cierto apresurado amago del grupo en dirección al intruso, quien en ese momento estaba muy cerca, y ahora con paso deliberado y majestuoso, se aproximaba hacia el orador. Pero por obra de alguna extraña fascinación, que locas suposiciones acerca del enmascarado habían inspirado a todos, no apareció nadie que diera un paso al frente para atraparlo; así que, sin impedimento pasó a menos de una yarda de la persona del príncipe; y, mientras los numerosos invitados, con un mismo impulso, se recogieron desde el centro hacia las paredes, él continuó avanzando sin interrupción, pero con el mismo paso solemne y comedido que lo había distinguido desde el comienzo, a través de la cámara azul, hacia la púrpura - a través de la púrpura a la verde -de la verde a la naranja - a través de esta también a la blanca -y también de allí a la violeta, antes de que que algún movimiento hubiese sido hecho para arrestarlo. Fue entonces, sin embargo, que el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y ante la vergüenza de su momentánea cobardía, corrió a toda prisa a través de las seis habitaciones, al tiempo que nadie lo seguía, debido al terror mortal que se había apoderado de todos. Llevaba en alto una daga desenvainada  y se había aproximado, con rápido ímpetu, a tres o cuatro pies del escurridizo personaje, cuando este, habiendo alcanzado el extremo de la habitación de terciopelo, giró de repente y confrontó a su perseguidor. Hubo un grito agudo -y el puñal rodó refulgente, sobre la oscura alfombra, sobre la cual, instantes después, cayó postrado el moribundo príncipe Próspero. Luego, reuniendo el fiero coraje que otorga la desesperación, un gran número de los invitados se abalanzó en tropel dentro de la cámara negra, y sujetando al enmascarado, cuya alta figura permanecía erguida e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, quedaron sin aliento, víctimas de un horror indescriptible, al descubrir que las mortajas y la cadavérica máscara que ellos asieron con violenta brusquedad, no contenían forma tangible alguna.


La daga cayó brillando sobre la oscura alfombra... Por Harry Clarke, 1919.
Fuente: Tales of Mistery and Imagination, por Edgar Allan Poe.
Colección de la British Library. 

Y ahora sabían de la presencia de la Muerte Roja. Él había llegado como un ladrón en la noche. Y uno a uno, los libertinos caían en los festivos salones, salpicados de sangre, quedando en la misma desesperada postura, luego de desplomarse. Y la vida del reloj de ébano se fue con la del último de los invitados. Y la llama de los trípodes se extinguió. Y la oscuridad y la podredumbre de la Muerte Roja conservó su ilimitado dominio sobre todo el lugar.  

  

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