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domingo, 16 de enero de 2022

Leyendas del mundo. Rusia. La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh (parte 2).

Kitezh y el lago Svetloyar. Tomado de meetrussia.online/es


En la segunda escena del tercer acto, de la obra de Rimsky-Korsakov, recordamos que la horda de los tártaros, había derrotado a los defensores de Kitezh la grande. Allí había perecido valerosamente el príncipe Vsélovod, el futuro esposo de Fevróniya. Luego, furiosos al no poder dar con el paradero de la ciudad, los invasores decidieron dejar atado a un árbol a Grishka Kutermá, quien supuestamente habría de conducirlos hasta ella. Decidieron divertirse un poco con él, antes de asesinarlo en la mañana siguiente. Ebrios por el vino, mientras se repartían los despojos de la batalla, los líderes de la horda, llamados Burunday y Beday, comenzaron a discutir por la posesión de la hermosa Fevróniya, quien era la pieza más preciada del botín. Aquello terminó con la muerte de Beday. Al retornar la calma, el sueño se apoderó de todos ellos. Al ver que dormían, el traidor Kutermá logró convencer a la futura princesa, de cortar sus ataduras. 


María Kuznetsova, famosa soprano rusa. 
Tuvo el papel de Fevróniya, en el estreno de la ópera de 
Rimsky-Korsakov, en 1907. En la foto, en su interpretación
de Elsa, en Lohengrín de Wagner, en 1905.


A pesar de sentirse libre, seguía atormentado por el sonido de las campanas de Kitezh. Caminó hasta la orilla del lago, y con los primeros albores del día, comenzó a ver el reflejo de la ciudad inexistente, sobre la suave ondulación de las aguas. Fue entonces cuando tomó de la mano a la muchacha y la arrastró en su demencial carrera. 

Mientras, con sus gritos, había despertado a los soñolientos guerreros tártaros. Suponiendo que se trataba del enemigo que se aproximaba, pronto estuvieron en pie de lucha. Estupefactos, comenzaron a escuchar un alegre repicar de campanas. Instintivamente, dirigieron la mirada hacia el lago y quedaron perplejos al contemplar la forma invertida de las iglesias, los palacios, las casas y jardines de Kitezh. Ante aquel sortilegio, tal vez por primera vez en sus vidas, conocieron el sentimiento del miedo. Como espantados por una fuerza invisible, levantaron el campamento, para alejarse de esos lugares embrujados, a toda prisa y para siempre. 

Muy cerca de allí, comienza el cuarto acto. En la espesura del bosque, junto a un arroyo y en la oscuridad de la noche, aparecen Fevróniya y Kutermá. Exhausta y con la ropa hecha jirones, ella se sentó a descansar. La conversación del hombre se iba tornando cada vez más incoherente, llena de malintencionados disparates. Bien sabía que sus malas acciones merecían la condena de su alma. Aun así, de nuevo se burlaba del origen modesto de quien no había hecho más que tenderle su mano bondadosa. Mientras, ella lo llamaba a la cordura y al arrepentimiento. Le pedía a Dios que trajera paz a su atormentada alma. Comenzaron a rezar juntos...

Al tiempo que ella oraba con fervor, él la seguía con marcada displicencia, utilizando un tono ciertamente burlón. Sin embargo, hubo un momento en que el borracho se detuvo de manera abrupta, con una expresión de espanto dibujada en su rostro. Descubrió que no estaban solos. Allí, junto a ellos, una entidad maligna estaba tomando forma. Era un demonio negro, con enormes alas, ojos como brasas y aliento pestilente. ¡Pero solo Kutermá podía verlo! No le fue difícil comprender que era el diablo, quien había venido por él. Reconociéndose como su servidor, comenzó a bailar, entonando obscenas canciones. Más de pronto, paralizado por el miedo, interrumpió su danza y se acercó a Fevróniya, rogándole que lo protegiera, mientras recostaba su cabeza contra su pecho. Por último, luego de dar un grito espeluznante, emprendió la carrera y desapareció entre la tupida maleza. 


Fevróniya solitaria en el bosque.
Fuente: soundtimes.ru/opera


Sorprendida por el extraño comportamiento del hombre, la joven sintió que ya no podía dar un paso más. En dulce abandono, se tendió sobre la hierba. Tarareando nanas de su infancia, se quedó dormida. Entonces, los árboles comenzaron a cubrirse con un ropaje de un inusitado color esmeralda. Grandes flores, de extraordinaria belleza, brotaban por doquier y entre las ramas, brillos nacarados llenaban de magia el apartado paraje. Al despertar, contempló el esplendor de ese jardín del edén, mientras una fresca brisa la llenaba de alegría y vivificaba su agotado ser. Todo florecía para ella y se le ocurrió que no era digna de aquello. Entonces, entre el canto de las aves, le pareció escuchar la voz de alguien, que le hablaba con bondad. Intrigada, quiso saber quién era...

Al oír su nombre, lo comprendió todo. Se trataba del Alkonost, el ave cuyo canto solo podía ser escuchado por aquellos que estaban próximos a morir. Este la consoló, diciendo que nada debía temer, como criatura de Dios que siempre fue. La joven doncella recogió flores y las trenzó en forma de corona, y tomó blancos lirios en sus manos, para, como una novia, ir en busca de su prometido. No tuvo que esperar mucho. Sobre el estanque próximo, levitando, se aproximaba hacia ella, el fantasma del príncipe heredero, su amado Vsélovod. Notó que este brillaba con luz refulgente. Sin saber si tan solo se trataba de una visión fugaz, Fevróniya se abalanzó hacia él. Con toda su alma ansiaba retenerlo, para cuidar de él y sanar sus heridas. El príncipe le contó sobre lo ocurrido en la batalla y su muerte, pero que todo eso había quedado atrás. ¡Ahora vivía y nunca más volverían a separarse!


Alkonost (izq) y Sirin (der). Por Viktor Mikhailovich V. Año 1896. Escaneado de: Victor Vasnetsov, de A. K. Lazuko.
San Petersburgo, 1990. 


Conversaban con el candor de su amor inocente, cuando de entre el ramaje, surgió otra voz misteriosa. Les urgían a partir juntos, que un banquete nupcial había sido preparado para ellos. ¡Que no tardasen más! Curiosa, quiso saber quién le hablaba... Esta vez se trataba del Sirin, una hermosa ave, cuyo canto solo era escuchado por los elegidos para el goce de la felicidad eterna. Al verla algo cansada, Vsélovod le dio a probar de una hogaza de pan, que traía consigo. Aún les quedaba un largo camino por recorrer. Teniendo un último gesto de bondad, la muchacha esparció las migajas de aquel pan de gracia, para alimentar a sus queridas avecillas silvestres. En seguida, ofreció su alma a Jesús y tomó la mano del príncipe. Como dos siluetas luminosas, sin tocar el piso, volaron por sobre el estanque y desaparecieron, mientras los mágicos trinos del Sirin y Alkonost, cantaban loores al Creador. Anunciaban las alegrías celestiales que esperaban a todo aquél cuya alma fuera pura.

Fevróniya y Kitezh. 
Fuente: rozavetrovsibir.ru


La escena segunda del cuarto acto, comienza frente a la ciudad de Kitezh. Su catedral, sus palacios y sus muros decorados con flores y con perlas, reflejan los colores del cielo. Una iridiscente luminosidad se esparce por doquier. Las míticas aves del paraíso, con rostro de mujer, Sirin y Alkonost, entonan hermosos himnos, desde lo alto del campanario. Y una muchedumbre de personas trajeadas de blanco, con flores y velas encendidas, esperan por los novios. Al llegar estos, todos se arrodillaron para dar la bienvenida a la joven princesa. Aquello era algo inusitado, para su alma sencilla. Los cánticos nupciales, la alegría a su alrededor y las flores a su paso, la hicieron comprender finalmente que se trataba de su postergada boda. 

Estando en el palacio, ante ellos apareció el príncipe Yuri II, padre del novio. Les dio la bienvenida, sonriente y amoroso, bendiciéndola, mientras calmaba las inocentes inquietudes de la joven. ¡En especial, le admiraba aquella luminosidad! Allí, el sol parecía brillar siempre, produciendo los más bellos y radiantes reflejos de luz. ¿Cómo podía ser eso posible? Él le explicó que se debía a la oración de millones de justos, que todo lo iluminaba. Que estaban en el paraíso, donde no existían ni el llanto, ni la enfermedad. También la extraordinaria blancura de las ropas, era algo que llamaba su atención. Le dijeron que ella también habría de vestir con ese color. Por su alma virtuosa y la pureza de corazón, había ganado el derecho a la felicidad eterna. 

El príncipe le tendió su mano, diciéndole que la hora de la ceremonia nupcial había llegado. Fue cuando Fevróniya se acordó del desventurado Grishka, por quien sentía gran piedad. Comprendió que difícilmente podría llegar a trasponer las puertas de ese lugar. Pero aun así, intentó hacerle llegar un mensaje de consuelo, no solo para él, sino para todo el pueblo ruso: ¡que debían mantener la fe en Dios y en la Vida Eterna! Por las noches, cuando vieran el cielo brillar, no pensaran que se trataba de la aurora del norte, sino que eran las oraciones de los justos, que ascendían al señor. Que buscaran escuchar el sonido de las campanas de Kitezh. 

Sintiéndose aliviada, ahora sí tomó la mano de Vsélovod y juntos traspusieron el umbral  de la Catedral, envueltos en un indescriptible manto de luz...


Para ampliar el tema, ver: La Leyenda de la Ciudad Invisible de Kitezh y la doncella Fevróniya, en www.kareol.es/obras/

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viernes, 5 de marzo de 2021

Michelangelo y su obra (parte 4).


Plaza del Campidoglio, Roma, 1750, por Giovani Paolo Panini
Fuente: vita-colorata.livejournal.com 2017


A medida que los años pasaban, Miguel Ángel se iba convirtiendo en uno de los últimos sobrevivientes de uno de los movimientos más espectaculares de la historia. Parecería justo, que un ser como él, alcanzara a ver buena parte de aquellos alcances y realizaciones, fruto del ingenio de sus contemporáneos. Pero ocurrió, que al comenzar a apagarse los astros que iluminaban el cielo del Renacimiento, también se iban extinguiendo las viejas intrigas y rivalidades. Por ese motivo, a las puertas de la vejez, algunos grandes proyectos arquitectónicos, ya en ejecución, fueron a parar a sus manos. A una edad provecta, cuando ya lo más probable era que comenzaran a abandonarle las fuerzas para el duro trabajo del cincel, pudo canalizar su creatividad hacia un nuevo rumbo, que en nada desmerece su obra anterior, aun más, hay quien lo cataloga al mismo nivel e incluso por encima, en su genialidad.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Un Relato Navideño.

No crean que siempre ha sido fácil para mí el creer en la Navidad, en la conmemoración del nacimiento de Jesús el Redentor. Durante mi niñez, la idea de la existencia del Dios Niño, fue lo más natural del mundo. Juguetes, manjares, las infantiles alegrías de mis primeros años, hicieron del mes de diciembre, una época maravillosa. Pero, el abrir de los ojos a la razón comenzaría a hacernos meditar… ¡no todo era felicidad!, de hecho, descubrimos que un sinnúmero de personas jamás había conocido la más pequeña alegría en la Nochebuena.

La vida ha sido gentil conmigo. No puedo quejarme: de todas las tempestades, he logrado salir a flote. Debería agradecer a la vida, al universo o a Dios… a veces, ¡hasta he llegado a creer que soy un elegido del destino! Ah, pero a pesar de ello, dentro de mí también habita la duda. He de aceptar que en nuestra naturaleza está implícito el derecho a hacernos preguntas. ¡Si hasta los santos y profetas tuvieron sus dudas y flaquezas! Elías, San Pedro, Santo Tomás… hasta el mismo Cristo tuvo sus momentos oscuros. Yo, que soy solo un mortal común, ¿cómo no me va a asaltar la incertidumbre?

A medida que trepamos por la cuesta de nuestra existencia y hemos llegado a contemplar el rostro real de la vida, se nos ocurre: ¿no será todo aquello meramente un cuento? Desde los tiempos remotos, los hombres festejaron la llegada del solsticio de invierno. No parece ser muy difícil que una celebración de origen pagano, haya terminado por ser asimilada por los primeros cristianos, transformándola en la conmemoración del nacimiento del Redentor de la humanidad… ¡nada más y nada menos! Pareciera quedar al trasluz que tan solo se trata de una simbología ¿Por qué fue elegida esa fecha y no otra? Me pregunto: ¿Por qué no ocurre lo mismo con la Pascua de Resurrección y los días Jueves y Viernes Santo? En lugar de tener una fecha fija, como ocurre el veinticuatro de diciembre, estos eventos fluctúan entre los meses de marzo y abril ¡qué extraño es eso! ¿Quién arreglaría las cosas de esa manera algo caprichosa?

También sé que estas “dudas razonables” en modo alguno son originales mías. Entonces, ¿por qué tantas personas, a lo largo de todas las épocas, se han aferrado a la esperanza de creer en cosas que lucen improbables? Y sin embargo debo confesarlo, a mí también me ocurre: ¡necesito creer en algo! A todo esto, debo añadir que a través de mi experiencia, he podido constatar que no todo lo que pasa alrededor nuestro posee una explicación razonablemente lógica: durante mi vida he contemplado innumerables situaciones “extrañas”, de esas que caen en el fértil e imaginativo campo de las coincidencias. ¿Pero, cómo pueden ocurrir tan a menudo? Esto trae a mi memoria, el recuerdo de una de esas curiosas experiencias, que a uno lo dejan meditando. ¿Quieren escucharla?

Todo ocurrió en Roma, como casi siempre, de la manera más inesperada. Roma es una ciudad hermosa, llena de historias. Particularmente (tal vez muchos no opinan lo mismo), a mí me agrada el otoño y el comienzo del invierno, con sus frías ráfagas de brisa, ideales para buscar guarida en sus cafés y restaurantes, protegidos del frío. Sus arboledas, que aún se resisten a perder su pardo follaje; las luces navideñas, pero sobre todo, sus elegantes mujeres, quienes parecen salidas de un desfile de modas, luciendo la colección otoño-invierno de algún conocido diseñador. Todo eso atrapa mis sentidos y me seduce sin remedio. Pasear hasta la Fontana de Trevi en una de esas frescas noches, convida a regresar para de nuevo dejar caer una moneda en sus cristalinas aguas. Tal vez piensen que estoy demente, pero algo que me encanta, es buscar una gelateria por las inmediaciones y saborear un rico helado, tal vez de pistache, servido en un cono. Para mí eso es como sentir el toque de la Dolce Vita.

En la mañana de aquel día inolvidable, tras un suculento desayuno, tomé el transporte que me conducía desde mi confortable hotel, en Aurelia Antica, hasta la esquina de Ottaviano. Allí continué, utilizando el Metro. El impacto de salir del subterráneo y toparse cara a cara con el Coliseo por vez primera, es algo muy especial, puedo asegurarlo. Recorrer esas conmovedoras ruinas, para luego continuar hacia el Foro Romano y al Campidoglio, dejando que la tarde caiga mientras caminamos, nos hace evocar sin remedio, tiempos de gloria y decadencia, como pocos lugares en el mundo. Al pasear por esa urbe eterna, sin sufrir el bochorno de otras épocas del año, podemos escudriñar sus infinitos rincones, que tal vez oculten secretos que nunca serán revelados. No me cabe duda alguna: amo esta ciudad cuando es acariciada por la fresca brisa de octubre.

De nuevo el Metro… con sus paradas y salidas por el lado izquierdo o derecho, cuidadosamente anunciadas en italiano por una agradable voz femenina. En el Vaticano y en la Capilla Sixtina, fuimos deslumbrados por el lujo y el esplendor de sus tesoros. La imponente arquitectura y sus obras de arte, todo hecho con los más finos materiales. Un lugar donde la genialidad de Miguel Ángel parece flotar inmarcesible, es como para dejar boquiabierto a casi cualquier ser humano.

Pero sin percibirlo, en mi cabeza comenzó a tomar cuerpo una idea. Al igual que ocurre a tantas otras personas, nos llega a resultar chocante el que tanto lujo y belleza, puedan convivir junto a una dolorosa miseria. Aquellos seres que imploran por limosna, casi besando el suelo a nuestros pies, coexistiendo junto a la hipocresía de una actitud conmiserativa teatral. Es algo que no tiene en absoluto nada que ver con la magnificencia que mora tan solo unos metros más allá... De inmediato se inició uno de mis forcejeos mentales con Dios, con La Fe, ¡conmigo mismo! ¿Qué casta de “sumos sacerdotes” regentan nuestra religión? Ante su marcada impotencia para resolver tan triste situación, ¿no sería más honesto el renunciar a la vida de lujo que llevan estos “santos varones”?

Aquella noche casi no pude dormir, me conformé al pensar que los “ministros de Dios” no son sino seres humanos, tan imperfectos, o aun más que nosotros, sobre cuyos resbaladizos hombros reposa la cúpula de San Pedro. Por cierto, ellos en nada resultan semejantes a la admirable piedra original, que Jesús eligió para levantar la Iglesia Católica. Antes de ser vencido finalmente por el sueño, mi pensamiento fue: “Señor, si realmente existes, te pido no humildemente, que me envíes alguna señal. Esta podredumbre envuelta en mármol y oro, no es justa. Así sea una pequeña señal, ¡yo sabré captarla!” Una extraña paz se apoderó de mí, y dormí hasta muy avanzada la mañana.

Tras un rápido desayuno, de nuevo a pasear por la ciudad. Nunca se cansará uno de ella, y jamás llegará a contemplar todas sus maravillas. Bernini, con sus esculturas a las que solo les falta hablar… ¡cuánta belleza! El Imperio, el Renacimiento, todo está allí para nuestro deleite. Con cierta vergüenza, he de confesar que durante casi todo el día olvidé mi atormentada vigilia de la noche anterior. Entonces comenzaron a ocurrir extraños eventos. No pude pasar por alto la amabilidad con la cual comencé a ser tratado. El trato a veces hosco, que es proverbial en los italianos (debo aclarar que no es todo el tiempo, ni son todos ellos) se transformó como por arte de magia en una agradable dulzura.

Me considero una persona de rasgos normales, más bien feos. Por extraño que resulte, ese día dos personas: una de ellas en una tienda y la otra en una plaza, luego de quedarse viéndome, al fin se acercaron a mí y me hablaron. En su idioma, el cual entiendo, aunque no lo hable muy bien, dijeron casi las mismas palabras: —-“disculpe, pero no pude evitarlo, su rostro me parece familiar, es tan hermoso y refleja tanta bondad”. Fueron un hombre y una señora de quienes escuché aquello, ¡lo puedo jurar! Con ambos conversé y les agradecí su amable, aunque extraña actitud. Por supuesto, a la segunda vez ya me resultaba muy curiosa tal situación. Al final de la tarde de nuevo tomé el tren, de regreso a mi ya familiar esquina de Ottaviano. Entonces ocurrió algo que no podré olvidar jamás.

Viajaba absorto por los extraños sucesos de la tarde, mientras lentamente iba descontando las estaciones que faltaban para mi destino, en un vagón medianamente ocupado: no eran pocos los viajeros a esa hora. En ese momento vino directo hacia mí, como si no hubiese nadie más, una joven pedigüeña, con un niño en sus brazos. En verdad les aseguro que no vi que ella le pidiera a alguien más. Maquinalmente, hurgué en mi bolsillo para darle algunas monedas, cuando reparé en la cara de la ragazza. Aquel era el rostro más bello que yo jamás haya podido ver. Sus facciones parecían salidas del pincel de da Vinci o más bien, de Botticelli… y aun más hermosa, si me preguntan. Casi lloro al contemplarla, ¡nunca la olvidaré! y el bebé en sus brazos era un verdadero ángel. Pensé: “Dios, ¡gracias, estás aquí!” Con un grácil gesto, ella agradeció las monedas y de nuevo se perdió entre los pasajeros. Por un instante, yo quedé petrificado. Con lágrimas en los ojos, descendí en mi estación y caminé un corto trecho, para tomar el bus que me llevaría de vuelta hasta el hotel.

Por supuesto, mi mente lógica comenzó a formular variadas hipótesis, todas ellas girando alrededor de la “casualidad” como posible explicación. Pero ese día, cercano a la maravillosa Navidad del año de 2008, me sentí absolutamente iluminado por la presencia de Dios. Si había pedido una manifestación divina y no entendía que ella había ocurrido durante casi todo el día, hubiese sido un gran acto de ceguera y de una pobreza espiritual sin límite. Deseo recalcar que no es la primera vez que me ocurren cosas que no tienen una fácil explicación. Aunque he vuelto a tener mis ratos de rebeldía o duda en muchas otras ocasiones, al final siempre encuentro el modo de reconciliarme con Él y sentir la paz del espíritu, aun en medio de la peor tormenta.