domingo, 12 de diciembre de 2021

Leyendas del mundo. Rusia. La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh (parte 1).

 

La ciudad invisible de Kitezh. Por Konstantin Gorbatov, 1913. 
Fuente: Ghirlandajo, 2005.

El tema de la ciudad perdida, se convirtió en objeto de especial interés, a finales del Siglo XIX. En una época en la que la exaltación de los valores nacionales contagiaba a las naciones europeas, Rusia no permaneció ajena a ese movimiento. Grandes personajes de los tiempos antiguos, parecían volver a la vida, al igual que las historias del pasado heroico, para convertirse en motivo de inspiración para intelectuales y artistas de todas las ramas. De igual modo, numerosas leyendas relacionadas con esas epopeyas, también fueron desempolvadas, llegando a alcanzar notoria popularidad algunas de ellas. 


Nikolay Rimsky-Korsakov. Por Serge Lachinov, 1897. 
Fuente: svobodanews.ru  {{PD-US}}


Escritores, pintores, músicos e incluso científicos, sin contar los creyentes religiosos, parecieron encontrar su propia ciudad santa, en las aguas del lago Svetloyar. El teatro y la ópera, no fueron la excepción. El insigne compositor Nikolai Rimsky-Korsakov, eterno enamorado de la magia de los cuentos y leyendas folclóricas rusas, no dejó pasar el tema del misterio de Kitezh la grande. Con gran maestría, fundió las leyendas de la ciudad perdida y de Santa Fevronia, patrona de la familia rusa, para crear una exquisita ópera.


Diseño de la cortina del teatro Mariinsky, en San Petersburgo, hasta 1914. 
Allí fue estrenada en 1907, la ópera de Rimsky-Korsakov, sobre la leyenda de Kitezh.



El primer acto se desarrolla en lo profundo de un bosque. Fevróniya era una joven campesina, que llevaba una vida solitaria. Su alma buena, la convertía en amiga y protectora de todos los animales, que sin temor se acercaban a ella. Amorosa, cuidaba de ellos, mientras les hablaba. Una tarde, sorpresivamente, se encontró ante el joven Yuri Vsévolod, hijo y heredero del gran príncipe Yuri II de Vladimir. Apenas asomó entre la fronda, como por encanto desaparecieron los animalitos, para ponerse a buen resguardo. Admirado él, al creer que se trataba de un ángel o una criatura mágica, y desconcertada ella, ante aquel desconocido, cuyos rasgos tal vez delataban un origen noble, entablaron conversación. La muchacha le ofreció su sencilla hospitalidad, y le curó de una pequeña herida de cacería. 


Santa Fevronia de Murom. Por Alexander Prostev, 2008.
Fuente: https//allrus.me


A medida que hablaban, el príncipe iba quedando prendado de la belleza de Fevróniya, pero sobre todo, del candor de su alma. Arrebatado, le declaró su amor, pidiéndole que aceptara su anillo. La joven, aún sin saber que hablaba con un príncipe, contestó que ella, por su pobreza, era poco digna de un personaje como él. Sin embargo, Vsélovod, tiernamente asió su mano y le colocó su anillo. Con la promesa de hacerla su esposa muy pronto, se despidieron y le ofreció llevarla al palacio, diciendo que no temiese por su bosque y sus pequeños amigos, que ese lugar quedaría vedado para la caza, de allí en adelante. Apenas él se marchó, enseguida llegaron sus compañeros de cacería. Por uno de ellos, llamado Fyódor Poyarok, pudo enterarse de que su prometido, era nada más y nada menos que el príncipe, hijo de Yuri, señor de todos esos lugares.


Diseño del fondo del escenario para la primera parte del segundo acto de la Ciudad Invisible, de Rimsky Korsakov.
 Representa la Plaza del Pequeño Kitezh. Dibujo por Iván Bilibin, ca. 1900. Fuente: sothebys.com


El segundo acto comienza en la plaza de Kitezh el pequeño, a orillas del Volga. Niños, mujeres, campesinos, mendigos y hasta un domador, con su oso amaestrado, forman una bulliciosa y desordenada muchedumbre, en espera del cortejo de los novios. Destacan el plantígrado y sus maromas, y la impertinencia de los mendigos y borrachos... Un anciano de elevada estatura y largo cabello blanco, comenzó a entonar una extraña canción, acompañado de un gusli. Pero su canto no era festivo, sino todo lo contrario. Más bien, parecía anunciar el fin de la gran Kitezh y la desolación de toda la comarca. Aquello produjo una gran desazón en la gente, mientras todos aún seguían en la espera del cortejo nupcial. 


El pequeño Kitezh. Fuente: Galería de Arte de Ilya Glazunov, 2020.
 Tomado de m.facebook.com


En ese momento aparecieron los notables de la ciudad. Entre otras cosas, se dedicaban a criticar la baja alcurnia de la novia. En contra de los dictados del precepto cristiano, eran dados a repartir limosnas entre los borrachines del lugar, mientras daban la espalda a los pobres, quienes más lo necesitaban. El más impertinente de los borrachos, llamado Grishka Kutermá, elevando la voz, comenzó por burlarse de su propia suerte y terminó mofándose de la futura princesa. Se refería a ella, de un modo absolutamente reprobable. Al llegar las carrozas del cortejo, apenas conseguían abrirse paso entre la gente, arrojándoles comida y monedas. Solo así, de manera interesada, la plebe les permitía continuar, dando muestras de un fingido júbilo. A todas estas, tambaleándose, Kutermá se las ingeniaba para acercarse a la novia, mientras los guardias trataban de impedírselo, a empellones, cubriéndolo de improperios. Al contemplar esa escena, Fevróniya, sintió piedad por él. Más le hubiese valido no hacerlo, y pasar de largo... 

Por más que ella se esforzaba por mostrarse humilde y bondadosa, debió soportar la amarga hiel, que destilaban las palabras del canallesco hombre. Nada de lo que ella dijo, le hizo cambiar su proceder. La caravana debía continuar y así retomar el ambiente festivo que la ocasión ameritaba. El fiel Poyarok, quien custodiaba a la novia, ordenó a los músicos sonar sus instrumentos y a la muchachas del cortejo, entonar las más alegres canciones. Como era tradicional en las bodas rusas, estas se acercaron a Fevróniya, para lanzarle lúpulo y granos de trigo. Mediante ese ritual, se le auguraba una feliz y próspera vida conyugal. 

La fila de carruajes avanzaba con suma lentitud, cuando en la lejanía comenzó a escucharse el inquietante sonido de cuernos. Parecían estar cada vez más cercanos... Aquel estruendo de las máquinas de guerra, los relinchos de los caballos y el sonar de las trompetas, solo podían significar una cosa: la ciudad estaba siendo atacada por un ejército. ¿Quiénes podrían ser los invasores? Pronto se levantó una negra humareda, en la calle del mercado y se oyeron los gritos de la gente aterrorizada. En sus corazones, muchos sentían que ese era el castigo de Dios por sus pecados, pero ya no había lugar para el arrepentimiento. Aquellos demonios a caballo, sin piedad masacraban a todos los que encontraban; no pretendían tomar prisioneros. Solo dejaban cenizas y muerte a su paso. 


Tapa de cofre, con escenas de la Leyenda de la Ciudad Invisible de Kitezh.
Por N. Denisov, 1973. Fuente: http://rusmuseumvrm.ru


En medio del caos, Fevróniya estaba a punto de ser raptada, por dos de aquellas fieras con forma humana, cuando los líderes de la horda, pasaban por el lugar. De inmediato, uno de ellos, llamado Burunday, dio la orden de mantener a salvo a la muchacha. No obstante ello, fue atada con una soga. Mientras hacían escarnio de sus víctimas, con disgusto comentaban que a pesar de las torturas, no habían logrado averiguar el camino que llevaba hacia la ciudad de Kitezh la grande, donde seguramente les aguardaba un inmenso botín. Entonces descubrieron, medio oculto, al borracho Grishka Kutermá. Cobarde, rogaba por su vida, hasta que entendió, que si se ofrecía a indicarles el modo de llegar a la ciudad sagrada, tal vez podría mantener su cabeza en su lugar. Entre la amenaza de sufrir horribles tormentos o de recibir una rica recompensa, se decidió por lo segundo. Respirando aliviado, aceptó convertirse en un traidor. Comprendiendo que aquello traería más destrucción y muerte, Fevróniya, elevó sus plegarias al cielo. Le rogó a Dios, que hiciera invisible a la ciudad y a sus pobladores. 

El tercer acto comienza en la Gran Kitezh, donde el pueblo ha buscado amparo en el recinto de la catedral. Todos se han alistado para el combate, armados de la mejor manera posible. El príncipe Yuri Vsévolod, se encontraba con la guardia defensora, en los muros de la ciudad. El fiel Poyarok, guiado por un lazarillo, llegó en búsqueda del príncipe, sin notar que lo tenía frente a él. ¡Los tártaros lo habían dejado ciego! Era portador de las peores noticias. Como brotado del mismo infierno, se aproximaba un rey, que comandaba el más cruel de los ejércitos. Luego, les relató el triste final de la pequeña Kitezh. Había sido arrasada sin haber luchado, y toda su gente masacrada. Nadie, excepto una persona, se había ofrecido a indicar el camino hacia la ciudad hermana. Por desgracia, Fyódor creía que esa persona, era la misma princesa Fevróniya. A él, luego de cegarlo, lo dejaron vivo, para que esparciera la noticia del destino que les esperaba a todos. 

La tristeza invadió sus corazones, incluso el de Yuri II, el noble fundador de la ciudad. Entonces, se arrepintió de su vanidad, al construir una ciudad opulenta y perdurable, cuando muy pronto, hasta ellos mismos se convertirían en pasto para los gusanos. Ordenó a un paje, vigilar desde la más alta torre, en busca de alguna señal del cielo, que pudiera ser interpretada como una esperanza. Pero lo único que pudo ver, fue la enorme polvareda que levantaban los centauros mongoles, con el mensaje de muerte, que traían sus refulgentes espadas de acero de Damasco. El ataque era inevitable. Ya se avizoraba el fatal desenlace de aquel drama. Por doquier se elevaban las oraciones, implorando la protección de la Virgen Santa y de los ángeles. 


La ciudad sumergida de Kitezh. Por Konstantin Gorbatov, 1933.
Fuente: http://web.archive.org


Pero el centinela observó sorprendido, que desde las orillas del lago, todo comenzaba a cubrirse con una extraña niebla luminosa. Para entonces, Yuri II, afrontaba con resignación, el fatal destino de la ciudad. En ese momento, su hijo Vsélovod, alzándose orgulloso, dijo que si había de morir, sería luchando, por Cristo y la Fe de su patria. Esas palabras, eran las que estaban aguardando la mayoría de los valientes caballeros, que tenían por súbditos. Recibiendo la bendición de su padre, a la medianoche, abandonaron el refugio de las murallas y salieron en busca de su destino. Marchaban orgullosos, sabiendo que encontrarían a un enemigo, que los superaba en número y armamento. De manera inesperada, las campanas de las iglesias comenzaron a repicar. Parecían ser movidas por manos invisibles. La extraña neblina lo estaba cubriendo todo... 

Días después, en la orilla opuesta del lago Svetloyar, guiados por Grishka, se encontraba la horda capitaneada por los temibles Beday y Burunday. El traidor les decía, que enfrente de ellos se encontraba la ciudad de Kitezh. Montando en cólera, ambos le insultaron, diciendo que allí no había más que un mísero bosque de pinos y abedules. ¡No había nada! Sin poder dar crédito a sus ojos, el borracho les decía, que escucharan el sonido de las campanas. Pero solo él las escuchaba. 

Después de haber vencido a los esforzados guerreros rusos, que en vano habían intentado detenerlos, era indignante lo que ahora ocurría. Tres días vagando sin rumbo, con sus briosos corceles tropezando raíces, a través de brumosos pantanos, que no les dejaban respirar a sus anchas, significaban una afrenta a su orgullo de soldados. Por supuesto, descargaron toda la ira con el traidor, suponiendo que les había engañado. Tanto rogó por su vida, que optaron por dejarlo atado a un árbol. En la mañana, decidirían que hacer con él. Seguramente, primero se divertirían torturándole, para al final, cortarle la cabeza. 

Sentados en el suelo y al calor de las hogueras, prefirieron comenzar con el reparto del botín. Sin duda, Frevóniya era la pieza más apetecida. Frente a ella, hablaron con tristeza y cierto respeto, sobre la muerte del príncipe Vsélovod, quien luchó hasta lo último, a pesar de estar cubierto de heridas. Pero el vino servido en copas de plata, ambos tomados de los vencidos, pronto alegró y también encendió los ánimos. 

Se repartían las armas y posesiones, echando suertes, cuando Burunday dijo que renunciaba a todo, con tal de quedarse con la rehén, a quien amaba. De inmediato, Beday ripostó que el también estaba interesado en la joven. Fevróniya lloraba desconsolada, cuando el primero intentó tranquilizarla, ofreciendo hacerla su esposa y colmarla de riquezas. La conversación fue subiendo de tono, hasta que con un certero hachazo en la cabeza del rival, Burunday puso fin a la disputa. Solícito, se acercó a la princesa, diciendo que no tenía nada que temer. Al fin, el licor hizo su efecto y el campamento quedó en silencio. ¡Los fieros tártaros dormían! Desconsolada, ella lloraba por su prometido. Cuánto hubiera deseado al menos encontrar su cuerpo, para honrarlo como era debido.

Sin embargo, alguien comenzó a llamarla, con voz queda. Por primera vez, Kutermá se dirigió a ella con palabras dulces. Con bondad, Fevróniya lo reprendió por lo que había hecho. Él, misterioso y con la mirada extraviada, le habló del repique de las campanas de Kitezh, que no lograba sacar de su mente. Estaba aterrado, y le pidió que lo ayudara a huir, aunque fuera poniendo en riesgo la vida de ella. 

Egoísta, la convenció de que ya no tenía por qué vivir, luego de la muerte de Vselóvod. Entonces, le dijo que había hecho creer a Poyarok, que ella había guiado a los tártaros hasta allí, por lo que estaría en peligro con ambos bandos. Pidiéndole que se arrepintiera, tomando la daga de Burunday, quien dormía con pesadez, la joven cortó las ataduras del mal hombre. Enloquecido por aquel campaneo, que no dejaba de escuchar, y luego de decir incoherencias, tomó de la mano a la princesa y la arrastró con él, en su incierta huída. 

Pronto continuaremos con el desenlace de esta historia, en nuestro próximo capítulo. No hay que perder de vista, que se trata de la adaptación hecha por Rimsky-Korsakov, sobre la antigua leyenda de la ciudad perdida de Kitezh, convertida en una ópera magistral. 


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