domingo, 28 de septiembre de 2025

El Ciclo Troyano (parte 8).

 


La duda reinaba en el campamento de los aqueos. Bien sabían que la victoria del día anterior fue debida en gran parte a los denodados esfuerzos de Patroclo, a quien los teucros habían tomado por Aquiles. Mas, una vez quedó al descubierto, no tardaron en darle muerte. Luego de eso, seguramente vendrían con renovado ímpetu, dispuestos a destruir sus tiendas y lo que sería aun más grave, las embarcaciones. 

El tiempo corría deprisa. Nueve años habían transcurrido sin que el pérfido Paris recibiera su castigo. La afrenta recibida por Menelao, continuaba impune. Y el sitio de Ilión ya había tomado tantas vidas, sin que fuera posible vislumbrar un desenlace favorable. ¡Cuán distinto hubiera sido el rumbo de los acontecimientos, de haberse contado con el brazo potente y el empuje de Aquiles! 

En medio de su aflicción, ni siquiera osaban aproximarse al temible guerrero, para insinuarle un posible regreso a la liza. Para ese momento, su decisión constituía todo un enigma, ya que había jurado no volver a combatir bajo las órdenes de Agamenón. Lo que no sospechaban, era que ya había tomado una resolución: no descansaría hasta dar muerte a Héctor. El odio que anidaba en su alma, era superior al gran repudio que sentía por el átrida.  

La primera en enterarse, fue Tetis. Desconsolada y llorosa, hizo un último esfuerzo por mantener a su hijo al margen de aquella vorágine, que no tardaría en cobrar su vida también. Pero el héroe había aprendido a vivir llevando ese destino sobre sí. Para él, la gloria y la fama eternas serían mucho más valiosas que unos cuantos años de arrastrar una pesada y gris existencia. 

Al ver la futilidad de sus ruegos, la diosa logró convencerlo, de que al menos utilizara una armadura especial, que ella encargaría al mismísimo Hefesto. Sin perder un instante, voló rauda hasta la lejana isla de Sicilia. Allí, en las profundidades de la tierra, al pie del monte Etna, el dios de los herreros trabajaba en su fragua.  El metal de la armadura y el escudo sería tan resistente, que el bronce de las armas comunes, se quebraría ante él, como rama seca. Tampoco habría coraza, ni casco, capaz de soportar el golpe seco de su espada. 

Así armado, Aquiles sería invencible en combate y su vida estaría a salvo. Manteniendo alguna esperanza de llegar a torcer los designios del destino, Tetis entregó las armas a su hijo. Este, impaciente, de inmediato se vistió con ellas. Dando un beso a su madre, ordenó uncir los caballos a su carruaje de guerra. Era tal su prisa, que ni siquiera esperó por sus hombres, para regresar al combate. Fue entonces cuando comprendieron, que su disgusto con Agamenón estaba olvidado.

Como una fiera hambrienta, Aquiles recorrió la distancia que le separaba de la muralla troyana. La llanura entre los ríos Simois y Escamandro, fue testigo de su paso arrollador. Jamás se sabrá cuántos desdichados perecieron ese día, bajo las ruedas de su carro o cuantos quedaron ensartados en su lanza implacable. Mientras, a los cuatro vientos profería el nombre de su odiado rival.

Esa mañana, el príncipe Héctor, ya estaba al tanto del retorno del feroz hijo de Tetis. Con gran aplomo, se vistió con las armas tomadas de Patroclo. Amoroso, se despidió de Andrómaca, su esposa, quien lloraba inconsolable, y de su hijo Astianacte. Al aproximarse a ellos, el niño gritó asustado. Héctor se despojó del vistoso casco que antes fuera de Aquiles y los besó a ambos, despidiéndose sin volver la vista atrás.

En el fragor de la lucha, entre los troyanos ya se había corrido la voz sobre el regreso de Aquiles. Mientras unos hacían lo posible por evitar su encuentro, otros corrían hacia los portones, en busca de refugio. En vano Héctor intentaba persuadirlos de que la derrota de Troya era una tarea imposible para un solo hombre, así se tratara del formidable rey de los mirmidones. Los más valerosos se mantuvieron firmes, lo que evitó que el desastre fuera completo.

Desde lo alto de los muros, el rey Príamo, su cuñada Helena, junto con Andrómaca, le rogaban a Héctor que se pusiera a salvo, que no era un simple mortal a quien debería enfrentar. Pero el príncipe no prestaba oído a esas súplicas.

Comenzaba a declinar el sol en aquel aciago día, cuando entre las nubes de polvo, Aquiles divisó a Héctor. Pudo reconocerlo a la distancia, por el penacho de su propio casco. Saltando de su carruaje, fue en su búsqueda, mientras continuaba gritando su nombre. Mientras, de nuevo su padre y su esposa, con los ojos llenos de lágrimas, imploraban a Héctor que se pusiera a salvo. Todo fue inútil...

Como por arte de encantamiento, la batalla entre aqueos y troyanos se detuvo. Desde el Olimpo, expectante, Zeus contemplaba la escena, de la cual ya conocía el desenlace. En su corazón, abrigaba una gran simpatía por el ínclito Héctor, pero sabía que no era posible alterar los designios del destino. Las diosas Hera y Atenea revoloteaban inquietas, prestas para intervenir. Pero la suerte ya estaba echada, lo más que podían hacer, era precipitar lo que allí habría de ocurrir. 

Al tener frente a sí al invencible guerrero, con su negra armadura, salpicada de sangre y su mirada cargada de odio, en el momento cumbre, Héctor sintió miedo. Corrió, como nunca, corrió. Aquiles, seguro de sí, no se preocupó mucho de seguirle el paso. Ya lo tomaría cansado, había que dejarlo correr. Tres vueltas a la muralla habían dado, cuando Héctor se encontró con su hermano Déifobo. Este le dijo que no siguiera corriendo, que entre los dos enfrentarían al hijo de Tetis. Luego de solo escuchar ruegos y llantos para que evitara el combate, aquellas palabras le llenaron de ánimo y detuvo su carrera. 

Con la respiración acelerada, blandiendo una pica en una de sus manos y con la frente en alto, se plantó frente a su enconado perseguidor. Le recordó que quien resultara vencedor, debía respetar el derecho de su rival a recibir un funeral adecuado. Destilando odio, Aquiles le respondió que muy pronto le daría muerte y su cuerpo sería pasto de los carroñeros, mientras Patroclo sí habría de recibir todos los honores fúnebres que merecía. Luego de sus palabras, le arrojó una pica, nada más por probar a Héctor. El troyano la esquivó con habilidad. 

Este, con toda sus fuerzas, arrojó su jabalina en contra de Aquiles, quien ni siquiera se preocupó por esquivarla. Se limitó a interponer su escudo. Al chocar allí, el dardo se hizo añicos. Sin quitar la vista del rival y alargando su brazo hacia su hermano, Héctor le urgió a que le pasara otra lanza. No hubo respuesta. No había nadie junto a él. Comprendió que había sido engañado, seguramente por Atenea, al tomar la apariencia de su hermano.

Si iba a morir, no sería como un cobarde. Echando mano a su espada, se abalanzó sobre Aquiles, quien se apresuró esquivar la embestida y los hábiles movimientos de Héctor. Pero como el gato que caza al ratón, solo esperaba el mejor momento para darle muerte. Conocía muy bien aquella armadura que portaba su contendiente. La coraza tenía un pequeño punto desprotegido, justo en la base del cuello. En la primera oportunidad, hundió la punta de una lanza en el cuello de Héctor. Así, ahogándose en su propia sangre, el mejor de los troyanos entregó su vida. 

Pero Aquiles no estaba satisfecho todavía. Dirigiendo su mirada hacia el rey Príamo, despojó a su hijo de sus armas y de sus ropas. Pasó una cuerda por sus tobillos y lo ató a su carruaje. Subiéndose a él, fustigó a los caballos y comenzó a arrastrarlo, frente a la vista de todos. Andrómaca  no soportó más y cayó desvanecida. Príamo fuera de sí, se arrancaba mechones de cabello mientras Helena intentaba calmarlo. Paris con la mirada perdida, callaba y meditaba sobre todo lo que había ocasionado. De algún modo vengaría a su querido hermano. 

Luego de dar tres vueltas a la ciudad, arrastrando el cadáver de Héctor, Aquiles se dirigió hacia su tienda en el campamento. Dejando el maltrecho cuerpo tirado fuera, volvió a encerrarse en su aposento, para seguir llorando a Patroclo. Ahora sí podía darle las honras fúnebres que merecía...

Continuará...

 

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