lunes, 28 de julio de 2025

El Ciclo Troyano (parte 6. Dioses y hombres).

 

Griegos y troyanos luchan junto al cuerpo de Patroclo.
Por José de Madrazo ca. 1812. Museo del Prado, Madrid, España.

Odiseo, en su tienda, deambula de un lado a otro, mientras cavila sobre las cosas que han ocurrido. Alejado de su tierra y sus afectos, de su hogar y su reino en Ítaca, ahora tan lejana en el tiempo y en la distancia... ¿Qué habrá sido de su querida esposa, la fiel Penélope? ¿Y de su hijo? Tanto luchar en vano, en una guerra que a fin de cuentas, no era su guerra.

Nueve años perdidos, infructuosos, viviendo del expolio de los pueblos de la región; llevando ruina y muerte a sus pobladores, mientras la ciudad de Troya continuaba allí, inconmovible. Mientras, las pasiones divinas y humanas se desbordaban sin freno. Recuerda, que en mala hora se le ocurrió la desastrosa idea de comprometer a los antiguos aspirantes a la mano de Helena, entonces princesa de Esparta, para dar apoyo al que resultara elegido, en caso de ser necesario. 

Él, que siempre se había ufanado de ser un hombre justo, llegó a cometer la enorme bajeza de acusar de traición y provocar la muerte de Palamedes. Jamás había olvidado, que él fue quien dio al traste con su ardid de fingir demencia, en un intento por evadir su responsabilidad. Pura y simplemente, la muerte de Palamedes no había sido más que el desahogo de la rabia que Odiseo llevaba dentro. ¡Tanto odio estéril! Mientras, los verdaderos responsables, Paris y Helena, seguían juntos y seguramente, aún eran felices.

Era necesario ponerle fin a esa guerra, a todas luces absurda; tenía que encontrar la manera de precipitar el desenlace que había sido predicho desde mucho antes. Oh, divina Atenea, ¡sedme propicia! Sin embargo, no escapaba a su entendimiento, que precisamente la mano de los dioses había transformado ese conflicto, en el campo de sus propias batallas ¿Cuántos más habrían de perecer a los pies de la muralla de Troya? El hado inexorable, no distinguía entre aqueos y troyanos, cuando de segar vidas se trataba. 

El ínclito Aquiles, el de los pies ligeros y la mirada de halcón. Un semidiós invulnerable, que ahora apenas debería ser otra sombra más, en el inframundo. Héctor, el príncipe domador de caballos, noble y valiente. Sin duda, el mejor de los troyanos, arrastrado como un perro, hasta que al fin pudo ser envuelto por el manto de la piedad. Áyax el Grande, hijo de Telamón, quien se dio muerte con su propia espada, avergonzado al despertar de un rapto de demencia, cuando le fueron negadas las armas del ya fallecido Aquiles. 

Primero, Protesilao y por último, Patroclo... 

¿Por qué los dioses parecían haberles dado la espalda? Como si se descorriera un velo ante sus ojos, Odiseo recordó aquel aciago día, en el que Agamenón, soberbio y por sobre todo, terco como mil mulas, decidió tomar a la rehén Briseida para sí. Ella había sido el único botín reclamado por Aquiles, el invencible rey de los mirmidones. De nada valieron las protestas y las amenazas, la decisión del átrida era irrevocable. 

Mal conteniendo la ira, Aquiles optó por retirarse a su yurta. Juró no volver a combatir bajo el mando del envanecido tirano. Según contaban, cada día clamaba ante su madre, para que convenciera al rey de los dioses, de favorecer a los troyanos. Y no hay que olvidar, que Zeus siempre tenía oídos para ella. Las plegarias de Aquiles parecieron estar surtiendo efecto. Por entonces, Odiseo no abrigaba dudas de que Zeus era quien estaba moviendo las piezas, según su voluntad.  

¿Pero si el rey de los dioses se ponía del lado de los troyanos, qué podría hacer él, tan solo un pobre mortal?

La ausencia de Aquiles, de inmediato comenzó a ser notada. Los defensores de Troya habían ido cobrando confianza. Cada nuevo día, con Héctor en la vanguardia, se aproximaban más al campamento y a las naves del enemigo. Y cada tarde, aquel arenal teñido de sangre, quedaba como el mudo testigo de una nueva derrota de los helenos. El futuro entonces no podía ser más auspicioso para los troyanos. 

Al siguiente amanecer, estos se preparaban para dar el golpe final. Así, ante la vista del campamento en llamas y la posible destrucción de la flota, a los invasores no les quedaría más alternativa que escapar a toda prisa. Esa noche, Agamenón y los jefes principales  tuvieron una reunión de emergencia. Debido al decisivo e inminente ataque, se hacia vital el retorno de Aquiles a la lucha. Con mucha dificultad, Odiseo, Néstor y el mismo Menelao, lograron que Briseida fuera devuelta al ofendido Aquiles. 

Quiso el destino, que en esa reunión estuviera presente Patroclo, primo de Aquiles y por quien este sentía un gran afecto. Sinceramente preocupado, Patroclo intentó convencer al héroe de regresar al combate, con sus mirmidones; con más razón ahora que Briseida había vuelto a su lado. Pero fue inútil, el descendiente de Éaco había jurado jamás volver a combatir con Agamenón como jefe. 

Ante esa negativa, a Patroclo se le ocurrió que si usaba las armas de su invencible primo, los troyanos pensarían que se trataba de este último y se asustarían, ante su retorno. Tanto insistió, que Aquiles finalmente accedió a prestarle su coraza, su lustroso escudo y su empenachado e inconfundible casco, todos obra de los dioses.

Al despuntar el alba, se reanudó el combate, con más intensidad que nunca. Sintiéndose acorralados, los aqueos estaban decididos a evitar la quema de las naves. Patroclo, a quien todos tomaban por Aquiles, se iba abriendo paso como un mortal torbellino. A pesar de haber sido prevenido por su primo, Patroclo fue incapaz de controlar su ímpetu, lo cual ocasionaría su perdición. Estaba dispuesto por los dioses, que él no sería quien provocara la caída de Troya. Alarmado, Zeus permitió que su hijo Febo, tomara parte en el desarrollo de la batalla. 

Para los troyanos, la sola visión del supuesto Aquiles fue como contemplar el rostro de la muerte. Comenzaron a huir en desbandada, para ponerse a salvo detrás de las inexpugnables murallas de Troya. Mientras, Héctor intentaba multiplicarse en todos los frentes, tratando de contener la vergonzosa fuga. El valeroso Sarpedón, hijo de Zeus, también habría de morder el polvo, cayendo a los pies del émulo de Aquiles.

Incontenible, Patroclo cargó cuatro veces sobre la propia ciudad, pero Febo inyectó fuerza y coraje a sus defensores. Al fin, el dios se apareció ante el gran guerrero y burlón le dijo, que ni el mismo Aquiles, que era diez veces mejor que él, estaba destinado a quebrantar los muros de Troya. 

Poco después, guiados por los dioses, los caminos de Patroclo y Héctor se cruzaron. Este, no se arredró ante la supuesta presencia de Aquiles. Con gran decisión, avanzó hacia él, lanza en ristre.

Mientras, la intervención de Febo llegó un poco más allá. De un golpe, despojó de su casco al aqueo. Descubierto el ardid, el príncipe troyano, ayudado por Euforbo, atacó a Patroclo y lo atravesó con su afilada pica de bronce. Antes de exhalar su último aliento, le dijo a Héctor que muy pronto Aquiles le cobraría su muerte, y con creces. Junto a su cuerpo inerte, se entabló una feroz batalla, hasta que al fin, Menelao y Odiseo lograron rescatar sus restos, además de las armas de Aquiles.   

Continuará…