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El rapto de Helena. Por Giuseppe Porta, mediados del Siglo XVI. Museo Metropolitano de Arte. Nueva York, EEUU. |
El daño estaba hecho. La ofensa recibida por el rey Menelao, no admitía un posible perdón. Aprovechándose de su hospitalidad, el pérfido visitante le había arrebatado a su mujer, para luego huir al amparo de las sombras, como hacen los cobardes. ¡Dioses del Olimpo, se sentía ahogado por la rabia! En medio de la ofuscación, vino a su mente el juramento que comprometía a los que antes pretendieron la mano de la bella Helena.
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La Puerta de los Leones. Micenas, 1891.
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Sin pérdida de tiempo, Menelao salió rumbo a Micenas, donde gobernaba su hermano, Agamenón. Halagado en su vanidad, este se dejó seducir por la idea de ponerse al frente del ejército más grande que el mundo hubiese visto. Unido a ello, la ciudad de Troya era una presa muy apetecible, aun descontando el enojoso tema del rapto de la reina de Esparta. Con la primera luz del alba, despacharon a los emisarios, a cumplir su delicada misión. El mensaje que portaban era muy simple. A todos los que habían prestado juramento ante Tíndaro, el antiguo rey de Esparta, se les conminaba a hacer buena su palabra, ante una agresión extranjera.
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El rey Egeo, consultando el oráculo con la diosa Temis. Por Codros, ca. 440 aC. Museo Antiguo, Berlín, Alemania. Fuente: Eduard Gerhard, El Oráculo de Temis, 1846
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Entretanto y como era la costumbre, decidieron consultar al oráculo. Cuantas veces lo intentaron, la respuesta fue la misma. Aunque la caída de Troya estaba decretada desde hacía mucho tiempo, las señales ahora se tornaban desalentadoras. Al desatarse el torbellino, arrasaría con todo. No bastaría con el sudor y la sangre de los simples mortales, exigidos hasta el límite de lo inconcebible. Los dioses se inclinarían por uno u otro rival, terminando por participar como actores en aquel drama. El propio Zeus parecía tener dudas, según los vaivenes de su estado de ánimo. Como resultado, la guerra sería cruel y prolongada. Y cuando por fin llegara el desenlace, los triunfadores deberían expiar sus pecados durante el camino de regreso a casa.
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Diomedes y Atenea, enfrentando a Ares, dios de la guerra. Por John Flaxman, 1793. Fuente: H. P. Haack, Leipzig, Alemania. Lic. Creative Commons Attribution 3.0 |
No obstante, entre los aqueos abundaba el espíritu de aventura y con euforia respondieron al llamado. Para ellos, la fama y la posibilidad de un gran botín, bien valían cualquier sacrificio. Pero algunos no estaban demasiado convencidos. ¿Por qué abandonarlo todo por una causa tan ajena a sus intereses? Al fin y al cabo, aquella era una tierra en donde cada reino, cada ciudad, eran obstinadamente autónomos. Más aun, muchos de ellos eran o habían sido enemigos acérrimos. ¡Sin embargo, faltar a la palabra empeñada, significaba condenarse a una vida de vergüenza y oprobio!
Entre los más reacios, se encontraba Odiseo, el vivaz rey de la isla de Ítaca. Al saber de la llegada de los mensajeros de Micenas, de inmediato adivinó el motivo, por lo que fingió haber perdido la razón. Era cosa de admirar, la diligencia con la que araba en la arena de la playa. Su mirada extraviada y sus ademanes, eran capaces de engañar a cualquiera.
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Odiseo detiene el arado ante su hijo, Telémaco. Tomado de Prolegómanos de la Guerra de Troya clasicasusal.es/mitos/
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A cualquiera, menos a Palamedes, uno de los visitantes, quien optó por asegurarse. Alguien como Odiseo, era una carta insustituible en el viaje a Troya. Así que lo pondrían a prueba... Mientras continuaba abriendo surcos y más surcos en el suelo estéril, de pronto se encontró con su hijo, justo por donde habría de pasar con el arado. Sin dudarlo, se detuvo y tomó al pequeño Telémaco en sus brazos. Sabiéndose descubierto, no le quedó más remedio que escuchar a los emisarios.
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Tetis sumerge a Aquiles en las aguas de La Estigia. Por Peter Paul Rubens, ca.1630. Museo de Arte de Rotterdam, Países Bajos. {{PD-US}} |
Por su parte, Tetis, la nereida que había sido obligada a casarse con un mortal, hacía todo lo posible para evitar que su hijo Aquiles tomara parte en esa contienda. Su sino era que él tendría que escoger entre una vida larga y tranquila, pero condenado a un gris anonimato, o una vida breve, pero llena de honores, que le daría eterno renombre. Siendo apenas un recién nacido, la diosa intentó protegerlo, sumergiéndolo en las aguas de la laguna Estigia. Esto lo haría invulnerable, ningún arma podría causarle daño. Pero en su nerviosismo, ella olvidó mojar el talón por donde sostuvo al infante.Algunos años después, cuando comprendió que el asalto a Troya era un hecho, quiso apartar al joven Aquiles de ese camino. Este, por complacer a su madre, se fue a vivir a la isla de Esciros, disfrazado como una de las hijas del rey Licomedes. Es sabido, que allí conoció el amor, personificado en la princesa Deidamía. Como fruto de esa pasión engendraron un hijo, al que llamaron Neoptólemo.
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Aquiles en Esciros. Por Nicolás Poussin, 1656. Museo de Bellas Artes, Richmond, Virginia, EEUU. Fuente: pictures.com
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Según el oráculo, los aqueos jamás podrían derrotar a los troyanos, si entre sus filas no contaban con un descendiente del famoso rey Éaco. Por lo tanto, era de crucial importancia encontrar a Aquiles. Tras la pista del joven, Odiseo y sus acompañantes fueron a dar a la corte de Licomedes. Al sospechar la presencia del hijo de Tetis allí, el astuto rey de Ítaca quiso halagar con regalos a las princesas. Ellas deberían escoger entre lujosos adornos y prendas, además de una vistosa espada. Traicionado por su instinto, Aquiles empuñó esta última. La búsqueda había concluido. Resignada, su madre encargó para él, la mejor de las armaduras.De todas las regiones de la península helénica y los reinos vecinos arribaban naves y hombres al puerto de Áulide, frente a la isla de Eubea. Agamenón respiraba satisfecho al contemplar el multicolor espectáculo del velamen de un sinnúmero de embarcaciones.
Las cosas no comenzaron bien. Confundidos por los dioses, una avanzada equivocó el rumbo y hubo de regresar, luego de algunas escaramuzas en la región de Misia, al otro lado del mar Egeo. Entonces ocurrió un hecho prodigioso. Cuando todo estaba dispuesto para la partida, cesaron los vientos. Cualquier intento de navegar en esas condiciones sería inútil. Pasaban los días y la situación no cambiaba. Los hombres comenzaban a perder la paciencia. Ni siquiera realizar sacrificios a los dioses, tenía algún efecto. ¡Seguían varados en Áulide! Calcas, el anciano adivino, dio con la respuesta, y lleno de temor se la comunicó al rey Agamenón.
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Artemisa. Copia romana del original por Leochares, ca. 325 aC. Museo del Louvre, París, Francia. Fuente: Wikipedia. User Sting.
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Durante una partida de caza, este se adentró en un bosque sagrado. Luego de dar muerte a un hermoso ciervo, se jactó de ser el mejor cazador, sin saber que el lugar estaba consagrado a la diosa Artemisa. Por ello, hasta que Agamenón no ofreciera a Ifigenia, su propia hija, como sacrificio, el viento no volvería a soplar. Fuera de sí, el rey se negó a hacer algo tan horrendo. No obstante, la elocuencia de Odiseo y del prudente Néstor, lograron hacerle mudar de opinión. ¿Cómo darle esa noticia a su esposa, Clitemnestra y hacer venir a Ifigenia, desde Micenas?
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Ifigenia. Por Herbert Gustave Schmalz, ca. 1900. Fuente: http://sarachmet.blogspot.com {{PD-US}}
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Por consejo de Odiseo, se les dijo que el gran Aquiles, quién nada sabía, la había pedido en matrimonio. Al enterarse del engaño, la madre le juró odio eterno a su esposo. La joven princesa, luego de llorar por la tristeza, con gran aplomo dijo que estaba lista para “la boda”. Aquiles estuvo dispuesto a salvarla, pero sus amigos lo detuvieron. Sin hacer resistencia, ella se dejó tender sobre el altar del sacrificio. Ya el sacerdote levantaba el afilado puñal, cuando la misma Artemisa acudió para salvarla, desapareciendo ambas en medio de un fulgor enceguecedor.
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El sacrificio de Ifigenia. Por Sébastien Bourdon, 1653. Museo de Bellas Artes de Orléans, Francia.
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En el lugar de Ifigenia, apareció otro ciervo. Tan pronto como se le ofrendó su vida a los dioses, comenzó a soplar la brisa. Las velas de los barcos se henchían alegres. Era la señal de que el sacrificio había sido aceptado. Muy pronto, la imponente flota ponía proa al oriente. Ante ellos, se abría el ancho océano. Del otro lado, les esperaba la amurallada ciudad de Troya.
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