El preste Juan. De un mapa de África oriental. Atlas de la Reina María. Por: Diogo Homem, 1558. Fuente: British Library{{PD-US}} |
Lo que es innegable, es que no es necesario viajar hasta la antigüedad clásica, para encontrarse con la humana tendencia a creer en consejas y en mitos. Todos sabemos que los griegos, los asirios, los nórdicos, por ejemplo, tomaban como verdaderas, cosas que simplemente pertenecían al terreno de la imaginación. Sin embargo, en épocas muy posteriores continuó la costumbre de aferrarse a lo fantasioso, para transformarlo en artículos de fe. Más aun, no son pocas las consejas y supersticiones que han sobrevivido hasta nuestros días. Hoy sería una muy ardua tarea, el intento de separar lo verdadero de lo fantástico, dentro de nuestro bagaje de creencias. Como resultado, cada vez más personas consideran que ese asunto de la religión, no es más que una serie de invenciones de la mente humana. Tal vez por ello, resulta notorio el actual crecimiento del materialismo ateo.
En general, durante toda la Edad Media, el ansia de saber terminó siendo opacado por la sumisión ante la fe religiosa. Entonces, los sabios que intentaban hacer las veces de geógrafos, debían hacer esfuerzos para que sus representaciones del mundo (no son verdaderos mapas), concordaran aceptablemente con las escrituras bíblicas. Aquellos imaginativos dibujos, fueron la imagen del mundo que el hombre tuvo ¡durante mil años! Era obligatorio que los eruditos respetaran los dogmas de la fe. Por ese motivo, tenían que situar a Jerusalén en el punto central del mundo. Además, la ubicación del Paraíso Terrenal no debía ser pasada por alto, así como los cuatro ríos originarios. Reconocer la posible existencia de las antípodas en aquel tiempo, era considerado como una herejía. En cambio, el apocalíptico Gog y Magog, con su infranqueable muralla debía figurar allí. Como algo verdaderamente insólito, la paradisíaca y elusiva isla de san Barandán, auténtico invento de la fantasía medieval, figuró en muchos mapas hasta mediados del Siglo XVIII.
Los griegos, mil años antes, ya habían logrado notables avances en el estudio de nuestro planeta. Su forma, sus dimensiones aproximadas, la posibilidad de ubicar cualquier lugar del mundo, mediante un sistema de líneas, o coordenadas, todo acabaría por ser ignorado, gracias al fanatismo religioso. Tal vez una demostración de ese grave desconocimiento, sea el famoso viaje de Cristóbal Colón… Aun conociendo la esfericidad de la tierra, él jamás se hubiese aventurado hacia el oeste, en procura del Asia, de haber tenido una idea aproximada de la distancia que había que navegar. Claro, a menos que él supiera que en el medio de ese trayecto se encontraba un continente desconocido. Pero él siempre insistió en que había llegado al Asia, y hablaba de haber encontrado el Paraíso Terrenal, lo que delata su ignorancia al respecto.
Hay que agregar que durante siglos, algunos de tantos lugares míticos fueron objeto de intensa búsqueda, tanto por aventureros como por peregrinos. El gran Marco Polo fue uno de esos viajeros. Por supuesto, esos sitios jamás pudieron ser hallados.
Una de las fantasías que persistió durante más tiempo en la imaginación de los hombres, fue la del reino del preste Juan, cuya riqueza y sabiduría eran proverbiales. La fama de este personaje emergió en la época de las cruzadas, pero su existencia fue tenida como cierta durante varios siglos. Incluso algunos llegaron a opinar que se trataba del apóstol Juan, ni más ni menos, ya que él era inmortal, según las sagradas escrituras. Aún en plena época de los grandes descubrimientos, hacia finales del Siglo XVI, este reino figuraba en los mapas holandeses, aunque para entonces había cambiado radicalmente su ubicación…
En un principio, se consideraba que sus dominios quedaban situados en el Asia central, lo que había permitido mantener encendida la luz del cristianismo en medio de la oscuridad pagana. La fortaleza y la prosperidad de su reino, hacían del preste Juan un aliado imprescindible, para enfrentar la creciente amenaza sarracena sobre Europa y para intentar la recuperación de la ciudad santa, Jerusalén.
Hacia el año de 1145, una crónica daba cuenta de su existencia. En ella se afirmaba que él descendía de uno de los famosos reyes magos y que por cetro poseía una gran esmeralda tallada. Según ese escrito, en una oportunidad avanzó hacia occidente, con un gran ejército, en defensa de Jerusalén. Sin embargo, no pudo cruzar el río Tigris. Entonces se dirigió al norte, esperando atravesar las aguas congeladas en invierno… Pero, ¡tras una infructosa espera que se prolongó por varios años, decidió retornar a sus tierras!
Por entonces, circulaban maravillosas historias acerca de sus dominios. Allí se encontraban portentosos objetos e inconmensurables tesoros: ríos subterráneos que al recibir la luz del sol, se transformaban en piedras preciosas. Además, sus felices súbditos calmaban su sed bebiendo el agua de la Fuente de la Juventud. Había piedras que curaban cualquier mal, e incluso podían hacer invisible o invulnerable a quien las portara. Tejidos resistentes al fuego. El rey poseía un espejo mágico, que le permitía visualizar lo que ocurría en cualquier parte de su reino. ¡A su mesa se sentaban treinta mil comensales, cada noche! Sin embargo, no deja de llamar la atención el que un rey tan poderoso, no haya sido capaz de cruzar un río con su ejército, esto resulta ser algo contradictorio.
Pero eso no fue todo, por el año de 1165 comenzó a circular por toda Europa, un texto atribuido al preste Juan. Se trataba de una carta en la que ofrecía su ayuda al emperador bizantino y al rey de Francia, para recuperar al santo sepulcro para los cristianos. Es una carta evidentemente falsa; lo que nunca se ha podido saber, es quién la escribió… El misterio sobre el origen de ese escrito no impidió su enorme difusión, incluso llegando de manera verbal, hasta el pueblo iletrado. Había versiones escritas en diferentes idiomas, aun en ruso y en hebreo. Se ha llegado a creer que aquello fue un modo de hacer renacer la esperanza en una posible reconquista de los sitios sagrados. A fin de cuentas, dicha carta pareciera haberse basado en los escritos del Apóstol Santo Tomás, aderezados con historias de Alejandro Magno y algo de las aventuras de Simbad el Marino. Lo cierto es que se convirtió en un verdadero “best seller” en la Edad Media, revelando el grado de avidez que había por los relatos fantasiosos.
Mucho tiempo después, Enrique el Navegante, de Portugal, aún buscaba afanoso la huella del preste Juan. Su interés era ganarlo como aliado y socio comercial en la exploración de las nuevas rutas que rodeaban al continente africano. Convencidos de su existencia, los exploradores portugueses ubicaron su reino en Abisinia (Etiopía). Más tarde, ya en el Siglo XVII, los rusos se documentaron con la vieja carta, cuando establecieron el comercio por vía terrestre con el Indostán.
La historia del fabuloso reino del preste Juan y el interés que despertaban sus escritos, crecieron con el paso del tiempo. Multitud de viajeros partían en su búsqueda y muchos de ellos jamás regresaban. Tal vez ese era el precio que había que pagar para que el hombre fuera conociendo mejor su mundo y llegara a entender que la superstición nunca más debería ser sobrepuesta al saber y a la experiencia. No obstante, habrían de pasar varios siglos más, para romper definitivamente esas ominosas cadenas. Un día, sin saber cómo, el preste Juan y la magia que lo rodeaba, se desvaneció entre las brumas de la ignorancia. Hoy ha sido relegado al verdadero lugar que le corresponde: al de los relatos fantásticos…