No crean que siempre ha sido fácil para mí el creer en la Navidad, en la conmemoración del nacimiento de Jesús el Redentor. Durante mi niñez, la idea de la existencia del Dios Niño, fue lo más natural del mundo. Juguetes, manjares, las infantiles alegrías de mis primeros años, hicieron del mes de diciembre, una época maravillosa. Pero, el abrir de los ojos a la razón comenzaría a hacernos meditar… ¡no todo era felicidad!, de hecho, descubrimos que un sinnúmero de personas jamás había conocido la más pequeña alegría en la Nochebuena.
A medida que trepamos por la cuesta de nuestra existencia y hemos llegado a contemplar el rostro real de la vida, se nos ocurre: ¿no será todo aquello meramente un cuento? Desde los tiempos remotos, los hombres festejaron la llegada del solsticio de invierno. No parece ser muy difícil que una celebración de origen pagano, haya terminado por ser asimilada por los primeros cristianos, transformándola en la conmemoración del nacimiento del Redentor de la humanidad… ¡nada más y nada menos! Pareciera quedar al trasluz que tan solo se trata de una simbología ¿Por qué fue elegida esa fecha y no otra? Me pregunto: ¿Por qué no ocurre lo mismo con la Pascua de Resurrección y los días Jueves y Viernes Santo? En lugar de tener una fecha fija, como ocurre el veinticuatro de diciembre, estos eventos fluctúan entre los meses de marzo y abril ¡qué extraño es eso! ¿Quién arreglaría las cosas de esa manera algo caprichosa?
También sé que estas “dudas razonables” en modo alguno son originales mías. Entonces, ¿por qué tantas personas, a lo largo de todas las épocas, se han aferrado a la esperanza de creer en cosas que lucen improbables? Y sin embargo debo confesarlo, a mí también me ocurre: ¡necesito creer en algo! A todo esto, debo añadir que a través de mi experiencia, he podido constatar que no todo lo que pasa alrededor nuestro posee una explicación razonablemente lógica: durante mi vida he contemplado innumerables situaciones “extrañas”, de esas que caen en el fértil e imaginativo campo de las coincidencias. ¿Pero, cómo pueden ocurrir tan a menudo? Esto trae a mi memoria, el recuerdo de una de esas curiosas experiencias, que a uno lo dejan meditando. ¿Quieren escucharla?
Todo ocurrió en Roma, como casi siempre, de la manera más inesperada. Roma es una ciudad hermosa, llena de historias. Particularmente (tal vez muchos no opinan lo mismo), a mí me agrada el otoño y el comienzo del invierno, con sus frías ráfagas de brisa, ideales para buscar guarida en sus cafés y restaurantes, protegidos del frío. Sus arboledas, que aún se resisten a perder su pardo follaje; las luces navideñas, pero sobre todo, sus elegantes mujeres, quienes parecen salidas de un desfile de modas, luciendo la colección otoño-invierno de algún conocido diseñador. Todo eso atrapa mis sentidos y me seduce sin remedio. Pasear hasta la Fontana de Trevi en una de esas frescas noches, convida a regresar para de nuevo dejar caer una moneda en sus cristalinas aguas. Tal vez piensen que estoy demente, pero algo que me encanta, es buscar una gelateria por las inmediaciones y saborear un rico helado, tal vez de pistache, servido en un cono. Para mí eso es como sentir el toque de la Dolce Vita.
En la mañana de aquel día inolvidable, tras un suculento desayuno, tomé el transporte que me conducía desde mi confortable hotel, en Aurelia Antica, hasta la esquina de Ottaviano. Allí continué, utilizando el Metro. El impacto de salir del subterráneo y toparse cara a cara con el Coliseo por vez primera, es algo muy especial, puedo asegurarlo. Recorrer esas conmovedoras ruinas, para luego continuar hacia el Foro Romano y al Campidoglio, dejando que la tarde caiga mientras caminamos, nos hace evocar sin remedio, tiempos de gloria y decadencia, como pocos lugares en el mundo. Al pasear por esa urbe eterna, sin sufrir el bochorno de otras épocas del año, podemos escudriñar sus infinitos rincones, que tal vez oculten secretos que nunca serán revelados. No me cabe duda alguna: amo esta ciudad cuando es acariciada por la fresca brisa de octubre.
De nuevo el Metro… con sus paradas y salidas por el lado izquierdo o derecho, cuidadosamente anunciadas en italiano por una agradable voz femenina. En el Vaticano y en la Capilla Sixtina, fuimos deslumbrados por el lujo y el esplendor de sus tesoros. La imponente arquitectura y sus obras de arte, todo hecho con los más finos materiales. Un lugar donde la genialidad de Miguel Ángel parece flotar inmarcesible, es como para dejar boquiabierto a casi cualquier ser humano.
Pero sin percibirlo, en mi cabeza comenzó a tomar cuerpo una idea. Al igual que ocurre a tantas otras personas, nos llega a resultar chocante el que tanto lujo y belleza, puedan convivir junto a una dolorosa miseria. Aquellos seres que imploran por limosna, casi besando el suelo a nuestros pies, coexistiendo junto a la hipocresía de una actitud conmiserativa teatral. Es algo que no tiene en absoluto nada que ver con la magnificencia que mora tan solo unos metros más allá... De inmediato se inició uno de mis forcejeos mentales con Dios, con La Fe, ¡conmigo mismo! ¿Qué casta de “sumos sacerdotes” regentan nuestra religión? Ante su marcada impotencia para resolver tan triste situación, ¿no sería más honesto el renunciar a la vida de lujo que llevan estos “santos varones”?
Aquella noche casi no pude dormir, me conformé al pensar que los “ministros de Dios” no son sino seres humanos, tan imperfectos, o aun más que nosotros, sobre cuyos resbaladizos hombros reposa la cúpula de San Pedro. Por cierto, ellos en nada resultan semejantes a la admirable piedra original, que Jesús eligió para levantar la Iglesia Católica. Antes de ser vencido finalmente por el sueño, mi pensamiento fue: “Señor, si realmente existes, te pido no humildemente, que me envíes alguna señal. Esta podredumbre envuelta en mármol y oro, no es justa. Así sea una pequeña señal, ¡yo sabré captarla!” Una extraña paz se apoderó de mí, y dormí hasta muy avanzada la mañana.
Tras un rápido desayuno, de nuevo a pasear por la ciudad. Nunca se cansará uno de ella, y jamás llegará a contemplar todas sus maravillas. Bernini, con sus esculturas a las que solo les falta hablar… ¡cuánta belleza! El Imperio, el Renacimiento, todo está allí para nuestro deleite. Con cierta vergüenza, he de confesar que durante casi todo el día olvidé mi atormentada vigilia de la noche anterior. Entonces comenzaron a ocurrir extraños eventos. No pude pasar por alto la amabilidad con la cual comencé a ser tratado. El trato a veces hosco, que es proverbial en los italianos (debo aclarar que no es todo el tiempo, ni son todos ellos) se transformó como por arte de magia en una agradable dulzura.
Me considero una persona de rasgos normales, más bien feos. Por extraño que resulte, ese día dos personas: una de ellas en una tienda y la otra en una plaza, luego de quedarse viéndome, al fin se acercaron a mí y me hablaron. En su idioma, el cual entiendo, aunque no lo hable muy bien, dijeron casi las mismas palabras: —-“disculpe, pero no pude evitarlo, su rostro me parece familiar, es tan hermoso y refleja tanta bondad”. Fueron un hombre y una señora de quienes escuché aquello, ¡lo puedo jurar! Con ambos conversé y les agradecí su amable, aunque extraña actitud. Por supuesto, a la segunda vez ya me resultaba muy curiosa tal situación. Al final de la tarde de nuevo tomé el tren, de regreso a mi ya familiar esquina de Ottaviano. Entonces ocurrió algo que no podré olvidar jamás.
Viajaba absorto por los extraños sucesos de la tarde, mientras lentamente iba descontando las estaciones que faltaban para mi destino, en un vagón medianamente ocupado: no eran pocos los viajeros a esa hora. En ese momento vino directo hacia mí, como si no hubiese nadie más, una joven pedigüeña, con un niño en sus brazos. En verdad les aseguro que no vi que ella le pidiera a alguien más. Maquinalmente, hurgué en mi bolsillo para darle algunas monedas, cuando reparé en la cara de la ragazza. Aquel era el rostro más bello que yo jamás haya podido ver. Sus facciones parecían salidas del pincel de da Vinci o más bien, de Botticelli… y aun más hermosa, si me preguntan. Casi lloro al contemplarla, ¡nunca la olvidaré! y el bebé en sus brazos era un verdadero ángel. Pensé: “Dios, ¡gracias, estás aquí!” Con un grácil gesto, ella agradeció las monedas y de nuevo se perdió entre los pasajeros. Por un instante, yo quedé petrificado. Con lágrimas en los ojos, descendí en mi estación y caminé un corto trecho, para tomar el bus que me llevaría de vuelta hasta el hotel.
Por supuesto, mi mente lógica comenzó a formular variadas hipótesis, todas ellas girando alrededor de la “casualidad” como posible explicación. Pero ese día, cercano a la maravillosa Navidad del año de 2008, me sentí absolutamente iluminado por la presencia de Dios. Si había pedido una manifestación divina y no entendía que ella había ocurrido durante casi todo el día, hubiese sido un gran acto de ceguera y de una pobreza espiritual sin límite. Deseo recalcar que no es la primera vez que me ocurren cosas que no tienen una fácil explicación. Aunque he vuelto a tener mis ratos de rebeldía o duda en muchas otras ocasiones, al final siempre encuentro el modo de reconciliarme con Él y sentir la paz del espíritu, aun en medio de la peor tormenta.
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