sábado, 28 de noviembre de 2015

Sigfrido y el Oro de los Nibelungos (parte II)




Vista de Worms, 1798. Por: Lovro Jansa.

Hacia el suroeste de Alemania, a orillas del Rin, existe una pequeña ciudad, cuyo nombre es Worms, situada en medio de una zona de producción de vinos de alta calidad. Es posible que sea la ciudad más antigua de Alemania, y a pesar de lo pequeña, tiene gran importancia histórica: su nombre está asociado a Martín Lutero y la Reforma. Sus hermosas edificaciones antiguas, son testigos de su interesante y larga historia. 



Catedral de Worms


Sin embargo, esta ciudad es tan conocida por su historia como por sus leyendas. El Cantar de los Nibelungos transcurre mayormente en ella. El dragón, que es sin duda alguna un símbolo de Worms, inmediatamente hace evocar a Sigfrido, a los Nibelungos y sus míticas aventuras. Un aire medieval, merovingio, algo misterioso, flota en muchos de sus rincones. Todo esto le confiere a estos lugares un encanto especial, además de un atractivo turístico innegable. Tal vez un gran tesoro esté allí, esperando a ser hallado.



El Origen de Sigfrido


Albérico y los dioses


Mediante engaños, los dioses habían logrado despojar de su gran tesoro al gnomo Albérico, logrando así saldar una deuda que contrajeron con los gigantes. Pero ese pago lo hicieron con una moneda marcada: un anillo y un tesoro sobre los cuales pesaba una maldición. Odín y Loki se sentían libres, sin embargo, habían jugado irresponsablemente con las leyes y acuerdos universales, escritos en las runas sagradas, que ellos, aun siendo dioses, tenían la obligación de cumplir. Las consecuencias de esto no podían ser más graves: el futuro del mundo y el de ellos mismos, quedarían pendiendo de un delgado hilo.

Algo contribuía a complicar aun más la situación, a Odín le estaba prohibido intervenir directamente, la posible solución no podía venir de él. Además, las tretas de Loki ya no valían de nada. Si el oro no era devuelto al Rin, y en lugar de ello regresaba a las manos de Albérico, significaría el final de todo... así lo decretaba el destino.


Sigmund con la espada Balmung, junto a Sieglinde 


Odín desde entonces cifraría sus esperanzas en los mortales. Durante mucho tiempo, se dedicó a buscar entre los humanos a alguien capaz de enfrentar a Fafner, el dragón. Debía tratarse, sin duda, de un gran guerrero. Existía un joven príncipe, llamado Sigmund, de la estirpe de los volsungos, cuya valentía podría convertirlo en el elegido. Una magnífica espada, la Balmung, fue clavada por el dios en la dura madera de un roble: el hombre que fuera capaz de sacarla de allí, debería ser el héroe salvador. Muchos lo intentaron, pero el único en lograrlo fue Sigmund, quien pronto se convertiría en rey.


Sigmund y Sieglinde. Por Arthur Rackham, 1910


Todo parecía marchar de acuerdo a los planes de Odín, pero desgraciadamente, poco después, el joven rey se dejó dominar por la soberbia y el odio. Como si esto fuese poco, además, se enamoró perdidamente de su propia hermana, Sieglinde, quien era la esposa de otro rey, cuyo nombre era Hunding. ¡Y ese incestuoso amor fue correspondido! Los irreflexivos amantes huyeron, terminando por concebir un hijo. Como era de esperar, surgió la guerra entre ambos reyes. 


La vigilia de la valquiria. Por Edward R. Hughes

A pesar de la preferencia de Odín por Sigmund, a quien todo señalaba como el destinado a recuperar el tesoro de los Nibelungos, y de que con esto libraría a los dioses de su nefasto porvenir, la esposa de Odín le hizo ver que el joven rey debía morir. El dios había intervenido a su favor, y eso estaba expresamente prohibido. Muy triste, Odín comprendió que ella tenía la razón. De inmediato ordenó a Brunilda, la Valquiria, quien era como su hija, que se encargara de que Sigmund muriese a manos de Hunding y luego lo guiase al Valhalla, junto a los héroes que allí moraban.


Hunding mata a Sigmund


Increiblemente, Brunilda optó por desobedecer al dios y proteger a Sigmund. Cuando ya este iba a descargar su espada sobre Hunding, de la nada surgió Odín, e interpuso su lanza, partiéndose en dos la espada Balmung. No dudó Hunding en acabar con su oponente indefenso. Con la rapidez que da la desesperación, Brunilda logró poner a salvo a Sieglinde, llevándola a las profundidades del bosque. Allí le entregó los trozos de la espada mágica, y le dijo que debía vivir, porque en su seno llevaba un hijo, al cual debería llamar Sigfrido.


Odín se despide de Brunilda. Por Ferdinand Leeke


Brunilda sabía que sería castigada, pero no imaginaba cómo. A pesar del gran amor que Odín le profesaba, no podía permitir que su desobediencia quedase impune. El rey de los dioses la encontró, sumisa, entre las otras valquirias. Ya que su desobediencia la había llevado a olvidar que era una diosa, para ayudar a un mortal, su castigo sería perder la inmortalidad. Viviría en una isla, rodeada de un círculo de fuego. Solo quien pudiera derrotarla en combate, podría amarla y liberarla de esa prisión. Luego el dios, paternal, le dió un beso en la frente. Brunilda cayó en un sueño, del que despertaría siendo una mujer. Sería la reina de Islandia...


El nacimiento de Sigfrido, por  Ferdinand Leeke, c. 1885


El llanto de un niño recién nacido se escuchaba en las salvajes soledades del espeso bosque. Su desdichada madre, antes de morir, le dio el nombre de Sigfrido, tal como se lo había pedido una valquiria. Mime, hermano de Albérico, moraba en ese bosque, y le brindó su ayuda. El gnomo se ofreció para cuidar del infante, guardando además los trozos de la espada rota. Desde entonces, él comenzó a forjarse un plan: prepararía a Sigfrido, para que algún día derrotase al terrible Fafner y de ese modo el tesoro quedara finalmente en sus manos. Mime gobernaría así sobre los nibelungos, y tal vez, sobre todo el universo. Claro, esto implicaba eliminar al héroe, una vez muerto el dragón.


Mime intenta reparar la espada Balmung


Conforme el niño iba creciendo, su agilidad y su fuerza, se hacían más notables, además de su valor. A decir verdad, no lograba entender el significado de la palabra miedo. Mientras, el gnomo hacía grandes esfuerzos por reparar la espada Balmung, pero siempre resultaban sin éxito. Sabía que sin ella, sería muy difícil que alguien pudiese derrotar al monstruo. Mime siempre fue un gran herrero, pero todas las espadas que forjaba, las rompía Sigfrido con vergonzosa facilidad, esto les desesperaba a ambos. Con el correr del tiempo, se hizo evidente la falta de amor entre ellos, Sigfrido tan solo esperaba tener una buena espada, para abandonar al gnomo; sospechaba que este no podía ser su padre.


           Sigfrido forja de nuevo la Balmung,
                         por Howard Pyle

              
Al llegar Sigfrido a la edad adulta, ya no era posible seguirle ocultando la verdad sobre su origen. Además, Mime hubo de confesarle que pese a todos los intentos que había hecho, no había logrado refundir la espada de su padre. De inmediato el joven tomó los trozos de la espada, se encerró en la fragua y trabajó inspiradamente, reparando, como por arte de magia, la maravillosa espada Balmung, capaz de partir un pesado yunque, pero también de cortar una pluma al vuelo.


Sigfrido y el dragón, por Ferdinand Leeke, 1916


Ansioso de aventuras, el joven héroe urgió al enano a que le mostrara en donde podía encontrar al dragón del que tanto le había hablado. No había duda de que Sigfrido no conocía el miedo, porque Fafner era el símbolo viviente de lo que podía producir no solo miedo, sino un gran terror. De hecho, el cobarde de Mime no se atrevió a acercarse y se mantuvo escondido a buena distancia de donde se encontraría el monstruo. Ya estando próximo a la caverna en donde moraba el dragón, Sigfrido, solitario, se sentó a escuchar el canto de los pájaros, entonces improvisó una pequeña flauta, para imitar sus sonidos. Solo que con esto, despertó de su letargo a Fafner.


Sigfrido derrota a Fafner. Por Arthur Rackham


Para sorpresa suya, el dragón le habló, mofándose de él, al tiempo que le amenazaba. Uniendo las palabras a la acción, se lanzó sobre Sigfrido, asestando terribles golpes con su cola, y lanzándole bocanadas de su aliento tóxico, pero el joven, sin inmutarse, esquivaba todos sus ataques. Al ir sintiendo las heridas en su cuerpo, Fafner, enfurecido, se levantó para aplastarlo, pero esta era la oportunidad esperada por el héroe, quien clavó su espada en el corazón del monstruo. Lo que parecía imposible, estaba hecho, el dragón que custodiaba el tesoro había muerto, ahora esas riquezas le pertenecían a Sigfrido. Pero esos no eran los planes de Mime...


Sigfrido y el dragón. Por Ferdinand Leeke


En cuanto Sigfrido retiró su espada, la sangre del dragón salpicó sus manos, esto le hizo sentir una quemadura. Al llevarse un dedo a la boca, con asombro notó que ahora comprendía el lenguaje de las aves. Con sus trinos se contaban, que a él pertenecían todas aquellas riquezas y el anillo mágico que le darían el poder de dominar el mundo, si era su voluntad. También en su canto le advertían, que si se bañaba con la sangre de Fafner, no habría arma que pudiera herirle. Sin dudar ni un momento, procedió a untar su cuerpo con el viscoso líquido, pero no se percató de que una hoja de tilo había impedido el contacto de la sangre en cierto punto de su espalda. Cuando lo notó, ya no podía remediarlo. Sin embargo, él no le concedió demasiada importancia a esto.

Los pájaros comenzaron a silbar alarmados para contarle las intenciones de Mime, quien pretendía hacerle dormir con una poción, para luego darle muerte con facilidad. Al acercarse el gnomo, ofreciéndole de beber, Sigfrido le echó en cara sus verdaderas intenciones. Sin darle tiempo a reaccionar, le hundió su espada, dando muerte así a quien lo había criado. Ya no quedaba duda de que el tesoro le pertenecía. Decidió mantenerlo escondido allí, en la misma caverna de Fafner, tomando solo el anillo y el yelmo mágico, sin imaginar qué poderes poseían. A pesar de la pureza del corazón del héroe, la violencia y la muerte seguían siendo parte del tesoro de los nibelungos. La maldición de Albérico iría con él, en adelante.


El sueño de Brunilda,
por Arthur Rackham, 1910


Luego, con un extraño canto, de hermosas notas, las aves le contaron que muy al norte existía una bella mujer, una reina doncella, quien estaba destinada a ser la esposa del héroe que pudiese vencerla en combate. Ella moraba en la lejana Islandia, rodeada de un muro de fuego. Como era su costumbre, sin vacilaciones, e impulsivamente, Sigfrido inició su viaje hacia esa fría isla, donde vería por primera vez a una mujer, ya que no pudo conocer a su madre. Pensaba que en esa aventura, tal vez, podría llegar a saber lo que era el miedo...


Paisaje de Islandia. Foto por JuTa, año 2003

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