sábado, 16 de agosto de 2025

El Ciclo Troyano (parte 7. Paris y Menelao).

 


Aún restaba por verse muchos más horrores. Las aves de rapiña y los perros seguirían teniendo su diario festín en la llanura de Troya. Los honores fúnebres se habían ido convirtiendo en un dudoso privilegio, al que no todos los caídos podían aspirar. Cada tarde, agotados, ambos ejércitos retiraban a los heridos y retornaban a la seguridad de su campamento, los unos, o de la ciudad, los otros. 

Pero ahora, una especial desazón cundía entre las filas de los aqueos. Era por la muerte de Patroclo, que había trastocado la euforia del triunfo en silenciosa tristeza. Por boca de Antíloco, hijo del anciano Néstor, la noticia llegó a oídos de Aquiles. Este, abatido por el dolor, mancilló sus dorados cabellos, con el gris de la ceniza. Lloró, durante horas, reclinado sobre el cuerpo inerte de Patroclo. Mas cuando al fin se puso en pie, en su mente había un solo pensamiento: no tendría descanso hasta vengar a su amado primo. 

Sabiendo que sus días estaban contados, Héctor se tornó más activo que nunca. Disgustado, increpó a su hermano Paris por su cobardía. Este, sintiéndose herido en su amor propio, pretendió volver a ser quien antes había sido, pero solo fue un triste remedo de sí mismo. Por ello, retó a Menelao, el injuriado esposo de Helena, a un singular combate, que habría de poner fin a la guerra. Sonriendo satisfecho, el rey de Esparta no dudó un instante en aceptar el desafío. 

Frente a la muralla principal, ambos ejércitos acordaron hacer un alto en la lucha. Así, cara a cara, se mantuvieron a la expectativa, en espera de lo que habría de ocurrir. Con parsimonia, Menelao y Paris se fueron aproximando al centro de aquel improvisado círculo. Desde lo alto, Helena y el rey Príamo, contemplaban la impactante escena. 

Según la usanza en aquellos tiempos, el combate se iniciaba con la jabalina. El primer turno correspondió a Paris. Su disparo fue certero, aun así, apenas alcanzó a rebotar en el escudo de Menelao. Ahora era el turno de este. Con gran potencia, atravesó el escudo del troyano, pero sin llegar a herirlo. Algo extraño parecía ocurrir. Ambos lanzamientos habían sido buenos y sin embargo, no habían producido mayor daño. Era que allí se encontraban las diosas Afrodita y Atenea, actuando con total libertad, a espaldas del monarca del Olimpo. 

Furioso, Menelao echó mano a su espada, se abalanzó sobre Paris y le asestó un fuerte golpe sobre el yelmo, pero la espada se partió en tres pedazos. El aturdido Paris, entonces fue presa del pánico y no ofreció más resistencia. Tomándolo por el casco, su rival comenzó a arrastrarlo, tan solo por disfrutar el momento. Pero de nuevo Afrodita acudió en ayuda de su protegido y lo sacó de aquel lugar, envuelto en una espesa niebla, para dejarlo en su aposento, en el palacio real. 

El rey Agamenón, alzó la voz para reclamar la victoria. Helena debería ser devuelta a su esposo, junto con los tesoros de su dote. Zeus, que contemplaba la escena, meditaba sobre la forma de poner fin al conflicto, sin que la ciudad de Troya necesariamente resultara destruida. Tal vez el rey Príamo podría entrar en razón, vista la cobardía de su hijo. 

Sin embargo, Hera y Atenea, jamás se iban a conformar con un desenlace tal, por lo se movieron de prisa. La segunda de ellas, disfrazada se infiltró entre los troyanos y pudo convencer al diestro arquero Pándaro, de eliminar a Menelao, de una buena vez. Sin embargo, ella misma se encargó de desviar el dardo, hiriéndolo tan solo. Furioso, Agamenón dio por rota la tregua y ordenó a su hueste proseguir con el combate.  

(Continuará).  

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