Aún restaba por verse muchos más horrores. Las aves de rapiña y los perros seguirían teniendo su diario festín en la llanura de Troya. Los honores fúnebres se habían ido convirtiendo en un dudoso privilegio, al que no todos los caídos podían aspirar. Cada tarde, agotados, ambos ejércitos retiraban a los heridos y retornaban a la seguridad de su campamento, los unos, o de la ciudad, los otros.