lunes, 10 de junio de 2024

El Ciclo Troyano (parte 1. La manzana de la discordia).


Ilustración de La Ilíada, por John Flaxman, 1795. 
Fuente: Dr. Haack. Leipzig, Alemania.

Oh destino cruel, ¿por qué permitiste a la desgracia cebarse en la querida Ilión, también llamada Troya, hasta dejarla convertida en cenizas? ¿Cómo pudo el hombre hollar sus inexpugnables muros, erigidos por la mano de los dioses, y con su planta impía, profanar sus sagrados templos? ¿Acaso fue justo que los hijos pagaran por las culpas de sus padres? De haber sido ese el motivo, el precio resultó ser demasiado elevado. 

Ilustración de la Ilíada, por John Flaxman, 1795.
Fuente: Dr. Haack. Leipzig, Alemania.

La ciudad habría de ver marchita su gloria, y a sus varones caer, segados cual frágiles espigas. Como un vendaval, el alarido de las Furias resonaría en sus campos, arrastrando a la lucha a los más esforzados, mientras que otros correrían como ovejas espantadas. Una noche, el llanto y la sangre anegarían sus calles y el fuego habría de engullirlo todo. Los más lúgubres presagios llegarían a realizarse, sin que nada ni nadie lograra evitarlo. Y sin embargo, la banalidad de los motivos que originaron aquel drama resulta hasta cierto punto irónica. Todo comenzó hace mucho tiempo... 

Saturno (Cronos) devorando a un hijo.
Por Francisco de Goya, ca. 1823.
Museo del Prado, Madrid, España.

Las ansias por el poder entre los inmortales, son casi tan antiguas como el universo mismo. Aconsejados por la ambición, los dioses jóvenes siempre se rebelaban en contra de sus progenitores. Así, unos y otros tenían que dormir con un ojo abierto y el otro también. Pero la decisión final quedaba en las manos del Hado caprichoso, quien manejaba los hilos del destino de todos. Y escrito estaba, que Cronos sería destronado por uno de sus hijos. Pretendiendo evadir el fatídico augurio, el dios comenzó a devorar a sus vástagos recién nacidos. Pero mediante un engaño, pudo salvarse el último de ellos. 


La infancia de Zeus. Por Nicolaes Pieterszoon Berchem, 1648.
Fuente: Museo de Arte Mauritshuis. La Haya, Países Bajos.


Ese niño no era otro más que Zeus, el futuro rey. En vista del inminente peligro que corría, su primera infancia transcurrió en la isla de Creta, ocultándose entre los bosques y cuevas. Por nodriza tuvo una cabra, llamada Amaltea, quien le prodigó sus cuidados, hasta que llegó a la edad adulta. Llegado ese momento, partió en búsqueda de su sitio en el orden universal. Eran los tiempos en que los titanes gobernaban el mundo, pero ahora se vislumbraba un nuevo conflicto. A decir verdad, un triunfo de Zeus parecía improbable, a menos que consiguiera equilibrar sus fuerzas con el bando de su padre. 

Era imperativo conseguir la adhesión de los Cíclopes y los pavorosos Hecatónquiros para su causa. Con paso decidido, el joven viajó hasta los lóbregos abismos del Tártaro. Allí los encontró, prisioneros y encadenados, por su rebelión en contra de las deidades reinantes. A cambio de su apoyo, Zeus les ofreció la libertad. Una vez fuera de la prisión, al sentir el aliento del Céfiro en sus rostros, los gigantes prometieron ayudarle. Para comenzar, forjaron magníficas armas para los dioses. Ahora, contando con el poder letal del rayo, Zeus se puso al frente de su ejército invencible. El momento del anunciado triunfo sobre su padre, se acercaba. Precisamente, era esa la peor pesadilla de Cronos, y en esta ocasión, no había modo de eludir el enfrentamiento.

Los titanes combatiendo con Zeus (Júpiter. 
Por Henri-Jean Guillaume Martin, ca. 1885.
Museo Nacional de Bellas Artes.
Río de Janeiro, Brasil.


Tal fue el fragor de la batalla, que el universo completo, pareció mantenerse en vilo. En una noche que se hizo eterna, el fulgor del relámpago y el bramar del trueno, fueron los heraldos de la terrible conflagración. Por fin, Zeus y sus huestes resultaron triunfantes. El viejo rey, vencido y humillado, con la mayor parte de quienes junto a él permanecieron, fueron arrojados a un oscuro calabozo, condenados a sufrir los más infames castigos. Atlas, uno de los titanes, fue sentenciado a soportar la bóveda celeste sobre sus hombros, por toda la eternidad. 


Atlas y las Hespérides. Por John Singer Sargent, ca. 1925. 
Museo de Bellas Artes, Boston, Ma. EEUU.


Para entonces, nadie hubiera osado poner en discusión el liderazgo de Zeus. Pronto, el amo del rayo fue aclamado como el monarca de los cielos. Por morada eligió un brillante palacio, en la nubosa cumbre del monte Olimpo. Sería injusto olvidar, que luego del rescate de los hermanos del nuevo rey, ellos habían luchado valerosamente a su lado. Por tanto, el reino habría de ser repartido entre todos. El inmenso océano y todas sus criaturas, le correspondieron a Poseidón. En cuanto al tercero de los hermanos, Hades, se le otorgó el cetro del mundo subterráneo, lo que incluía la morada de los muertos. A pesar de no quedar del todo conformes, durante un tiempo los tres reinaron en paz y armonía. 


Zeus y Hera. Por James Barry, ca. 1795.
Galería de Arte Graves, Sheffield, Reino Unido.


Pero el nuevo monarca, no tardaría en sucumbir ante las veleidades del poder, llegando a tornarse despótico e irascible. Eso, sumado a sus constantes devaneos amorosos, indujo a su esposa y hermana Hera, a maquinar en su contra. Con agudo tino, ella solicitó el concurso de Palas Atenea, la sabia y poderosa hija de Zeus. Al ser su predilecta, jamás podría levantar la menor sospecha. De igual modo, encontró el apoyo de Poseidón, quien recelaba el inmenso poder de su hermano. Al grupo también se unió el orgulloso Febo, el Sol.

Ocurrió que un día, el monarca despertó encadenado. Todo intento de zafarse, resultaba inútil y las cadenas parecían sujetarlo con mayor fuerza. Furibundo, amenazó con destruir a quienes le habían humillado de ese modo. Pero, en medio de su enojo, comprendió que no había mucho que pudiera hacer, tan solo aguardar... Mientras, el palacio del Olimpo parecía un volcán próximo a entrar en erupción. ¿Quién sería capaz de tomar las riendas del reino? Como líder de la revuelta, Hera se consideraba con el derecho a sentarse en el trono; pero en modo alguno era la única aspirante. Una cosa era cierta, un nuevo conflicto entre los inmortales, podría concluir en una hecatombe. 

Tetis y Briareo. Talla por Tomasso Piroli,
 a partir de un dibujo de John Flaxman, 1795.
Fuente: www.zvab.com

Mientras se conservaba discretamente al margen, Tetis, una de las nereidas, pensó que sin duda lo más sensato sería liberar al rey. No obstante, estaba claro que ella sola jamás iba a lograrlo. Fue entonces, cuando se le ocurrió buscar la ayuda del monstruoso Briareo, quien era aliado incondicional de Zeus. El gigante no se hizo de rogar, y juntos emprendieron el camino hacia el palacio del Olimpo. Ante su hórrida presencia, los dioses rebeldes corrieron a ocultarse. No faltaron quienes se transformaran en cualquier objeto o alimaña, en su intento por pasar desapercibidos.


Zeus (Júpiter) y Tetis. Por Jean-Auguste Dominique Ingres, 1811.
Museo Granet, Aix-en-Provence, Francia.


Una vez en libertad, la cólera de Zeus se desató. El castigo por la traición sufrida, tendría que ser ejemplar. A su esposa, la mantuvo suspendida desde el firmamento, con un yunque sujeto a cada pie. A Poseidón y a Febo, los condenó a trabajar en el levantamiento de los muros de Troya, a las órdenes del caprichoso rey Laomedonte, como simples esclavos. Sin embargo, la misma Tetis se encargó de aplacar la ira del monarca, haciéndole ver que sus propios excesos, en gran medida, habían dado pie a la revuelta. Su diáfano razonamiento, unido a su belleza y por sobre todo, el hecho de deberle su restitución al trono, hicieron mella en el voluble corazón de Zeus, y quiso tomarla por esposa. 

Ah, mas por desgracia, los augurios para el enlace entre ellos, no eran favorables. Decretado estaba, que ella traería al mundo un hijo que en el futuro opacaría a su padre. Zeus no se detuvo a meditarlo mucho; no solo él... ¡ningún dios debería desposarla! En lugar de ello, restituyó a Hera a su lado, como reina del Olimpo. Mientras, decretó que la nereida debería casarse con un mortal. Tetis tomó aquello como una ofensa y cuando a regañadientes accedió a casarse, impuso una condición: se casaría solo con aquel que fuera capaz de retenerla, y dominarla. Por supuesto, no podría ser cualquier hombre. Tras una intensa búsqueda, el indicado resultó ser Peleo, hijo del legendario rey Éaco. 

Una vez que el joven le hubo declarado su amor, ella comenzó por rechazarlo. Dispuesto a insistir, Peleo se presentó en el lugar donde Tetis y sus hermanas se reunían para hacer sus danzas y cánticos. Él había sido previamente instruido, de que una vez la tuviera en sus brazos, no la soltara, sin dejarse arredrar, hiciera lo que hiciera la diosa. Esta, primero se cubrió de llamas, luego se transformó en un león, más tarde en una pequeña ave y por último en un gran árbol, mientras Peleo hacía uso de toda su fortaleza, para asirse a su amada. Al fin, agotada y sumisa, Tetis aceptó casarse con él. 

El banquete de Peleo. Por Edward Burne-Jones, ca. 1872.
Museo y Galería de Arte de Birmingham, Reino Unido.

La boda se celebraría con un lujo reservado solo a los inmortales. Disfrutarían de un espléndido banquete, en el monte Pelión, en Tesalia. Fueron invitados todos los dioses, menos Eris, la Discordia. Tal vez fue por un infortunado descuido, o quizás decidieron evitarla, jamás se podrá saber… Sin embargo, ella se presentó a la celebración, portando en sus manos una manzana de oro, que tenía una inscripción, en la que podía leerse: 

                                          a la más hermosa...

De inmediato, las presentes comenzaron a disputarse el galardón, en especial, las diosas Hera, Atenea y Afrodita. Cada una se consideraba a sí misma, como la más bella del Olimpo. La discusión comenzaba a agriarse y a subir de tono, cuando Zeus tomó en sus manos la dorada manzana, mientras advertía que el asunto debería ser resuelto por un juez imparcial. El rey de los dioses dictaminó que el joven príncipe Paris, quien vivía como un simple pastor en el monte Ida, habría de ser quien zanjara la cuestión. 


El juicio de Paris. Por John Flaxman, 1804. 
De La Ilíada (Hougthon, Mifflin & Co.), 1804


La decisión que él llegaría a tomar, a la postre fue la causa de los desgraciados acontecimientos que culminaron con la destrucción de Troya (continuará).
 
 




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